Desde hace unos años, mire donde mire, sólo veo al poder desnudo. Se trata de una desnudez insoportable, irritante, asfixiante, indignante, insana… El poder desnudo, sin el ropaje de las representaciones legitimatorias, resulta invivible. No puedo escuchar noticias o leer un periódico sin detectar, a cada momento, cómo el poder político es sólo una marioneta del poder económico. No puedo escuchar un discurso político sobre el interés general sin preguntarme por los intereses particulares que lo animan. No puedo ver una obra pública sin preguntarme por su sentido y responderme interiormente que éste reside en el bolsillo de algún cuñado. Así pasan los días, oscilando entre el cinismo y la indignación. A veces me digo que exagero, que esto no es sano, que lo mío se acerca demasiado a la conspiranoia, pero los hechos se esmeran en lanzarme de nuevo a la certeza de que el sistema está roto. El sistema de legitimación se ha roto de un modo tal que no se puede volver a recomponer. Esta ruptura no brota de un fino análisis marxista que muestre cómo nuestras instituciones y construcciones ideológicas dependen del modo de producción capitalista. En realidad, no brota de ninguna concepción teórica que pretenda ser una alternativa al discurso hegemónico sobre la legitimidad. Se trata más bien de algo absolutamente manifiesto que está ocurriendo ante los ojos de todos. Ante nuestros ojos, y bajo los mismos parámetros del discurso liberal-contractualista en el que se basa la legitimidad de nuestras instituciones, se ha roto la capacidad misma del sistema para presentarse como legítimo.
La convivencia de toda sociedad se basa en un sistema de representación acerca de cómo deben ser las cosas. En él se encuentran los valores últimos a los que debe aspirar nuestra sociedad como la libertad, la igualdad y la solidaridad, los principios básicos de nuestra sistema político como la soberanía popular, la separación de poderes o el imperio de la ley, y también ideas acerca del papel y la función que deben tener nuestras principales instituciones. Estos ideales son los que dan apariencia de legitimidad al Estado. Los ciudadanos sienten que éste es legítimo cuando se identifican con la mayoría de esos valores y principios, y cuando la distancia entre éstos y la realidad no es demasiado amplia. Esta claro que estas ideas y principios nunca se realizan completamente. Los ideales, por su propia naturaleza, nunca se encarnan en la historia. Sin embargo, el poder podrá aparecer como legitimado mientras la distancia entre esos ideales y la realidad no sea demasiado amplia. Siempre que esas divergencias se puedan conceptualizar como anomalías indeseables, conservaremos la confianza en el sistema. Que un juez se deje influir por el poder político, no basta para perder la confianza en la independencia del poder judicial. Que un político favorezca indebidamente a alguna empresa en un concurso público, no basta para perder la confianza en la idea de que la política está al servicio del interés general. Sin embargo, cuando esas anomalías se hacen demasiado manifiestas y recurrentes, nuestra mirada cambia y ya sólo podremos ver al poder desnudo, despojado de cualquier apariencia de legitimidad.
Todo comenzó con la ruptura que empezó a operarse, al inicio de la crisis, entre los poderes públicos y la soberanía popular: la reforma de las pensiones, la penúltima reforma laboral, la vergonzosa reforma de la Constitución, los recortes en sanidad y educación, la última reforma laboral, el rescate financiero, etc. Nadie les votó para que hicieran estas cosas. Ellos mismos lo saben y, a su modo, lo reconocen. Los unos, insinuando con la boca pequeña que se equivocaron, los otros, diciendo que las circunstancias son tan apabullantes que se ven obligados a hacer cosas que no quieren hacer. Los mismos gobernantes reconocen que han roto con el mandato de las urnas. Con ello se rompe con algo mucho más profundo, se rompe con la idea de que los gobernantes son los representantes de la soberanía popular. Aquello que da legitimidad al sistema queda hecho añicos. Antes de la ruptura, podía pensarse que el sistema era imperfecto y que cabían muchas reformas para conseguir que nuestra democracia fuese una expresión más directa de la soberanía popular. Sin embargo, el núcleo duro de nuestra democracia permanecía intacto. El poder podía presentarse como representante más o menos fiel de la soberanía popular, podía mostrarse a sí mismo como legítimo. Roto esto, una vez que se ha visto que el poder político puede independizarse de la voluntad popular sin que pase nada, ya sólo podremos ver al poder desnudo.
La incapacidad del poder para mostrarse como legítimo ha ido creciendo a través de múltiples episodios y cada cuál podrá contar su historia acerca de cómo empezó a ver al poder desnudo. Yo les voy a contar, desde mi experiencia personal, cuál fue el momento en el que me dí cuenta de que había llegado al punto de no retorno, de que, a menos que reseteasemos el sistema, toda apariencia de legitimidad había quedado disuelta para siempre. Habíamos llegado a casa después de participar en los piquetes ciudadanos de la huelga general del 14 de noviembre de 2012. Habíamos presenciado de cerca la absurda y desmedida violencia policial y, al llegar a casa, nos enteramos de que las cosas se habían puesto mucho más feas después de irnos nosotros. Estábamos fumando y le dije a mi pareja: ‘un día nos va a tocar a nosotros’. Me salió con la misma naturalidad con la que alguien dice que lloverá mañana. Había asumido que, en alguna manifestación o concentración, íbamos a ser golpeados por la policía. No parece gran cosa. Seguro que si es usted un asiduo manifestante, alguna vez se le habrá pasado por la cabeza que las probabilidades de recibir algún porrazo están aumentando considerablemente. Sin embargo, el hecho de que manifestantes pacíficos consideremos con naturalidad que es muy probable que algún día nos arree algún zopenco de azul, representa ya una ruptura total con el poder institucional. Otra vez más, es el sistema mismo, desde sus propios parámetros, el que ha perdido la capacidad de generar apariencia de legitimidad. En el imaginario liberal y contractualista, el Estado posee el monopolio legítimo de la violencia porque, en aras de posibilitar la convivencia, los ciudadanos han renunciado a su derecho natural a la autodefensa para que sea el Estado el que garantice su seguridad. Cuando las instituciones hacen posible que un ciudadano pacífico tema la violencia estatal, el sistema está tan roto que ya sólo veremos al poder desnudo. Ya no veremos a las fuerzas de seguridad del Estado como garantes de nuestra seguridad, sino como mamporreros al servicio del poder.
El poder desnudo no deja de aparecer para dar testimonio de la ruptura del sistema: indultos a torturadores, corrupción sistemática en el partido en el gobierno, criminalización de las protestas, cesión de soberanía a instituciones no democráticas, expolio a los ciudadanos para rescatar a la oligarquía financiera, etc. El sistema aparece roto, no sólo para los antisistema, para los que el sistema ya estaba viciado en su origen, sino también para los prosistema. La situación ha llegado a un punto en el que incluso un verdadero creyente en la democracia representativa, en el libre mercado y en la tradición liberal-contractualista de legitimación del poder, puede experimentar esa ruptura del sistema. El poder camina desnudo sin ningún pudor y hace que la realidad política se vuelva irrespirable para todos.
Una opción ante esta situación es la del cínico contemporáneo que sabe en su fuero interno que el poder está desnudo pero sigue viviendo como si no pasase nada, como si el poder estuviese engalanado con los ropajes de la legitimidad. El cínico no tiene un momento de lucidez y luego olvida que el poder va desnudo pues, en tal caso, no sería cinismo, sino autoengaño. El cínico conserva en todo momento una visión lúcida sobre el poder pero opta por seguir adelante como si no pasase nada. En la actual situación de podredumbre sistémica, los que ostentan el poder sólo tienen dos opciones, ser cínicos o ser estúpidos. El cinismo también es una opción cómoda para los que pueden seguir llevando una placentera existencia material. Sin embargo, a los desposeídos, a los que hemos sido desahuciados de nuestro trabajo y nuestras vidas, sólo nos queda una opción, declararnos en rebeldía.
‘El poder desnudo’ de Jorge A. Castillo Alonso en garabatosalmargen.wordpress.com está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported License.
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