¿Contra qué va la LOMCE cuando va contra la filosofía?

Que el segundo borrador de la LOMCE va contra la filosofía no constituye una interpretación audaz del propio texto del borrador ni es una afirmación que requiera justificación. Es un hecho que esta ley, tal y como está formulada, va a acabar con la escasa relevancia que pudiese tener la filosofía en nuestro sistema educativo. En ella se elimina la Ética de 4º de ESO, la única asignatura de carácter filosófico que había a lo largo de la ESO, y se convierte en optativa la tradicional Historia de la filosofía de 2º de bachillerato. Una optatividad que la pone en pie de igualdad con asignaturas como Religión y que se deja al arbitrio de las comunidades autónomas y los centros. Podría darse el caso de que algunas administraciones autonómicas decidiesen no ofertarla o de que, muy probablemente, muchos centros educativos no la oferten. Los que nos dedicamos a la enseñanza sabemos lo difícil que resulta que se oferten optativas de especialidades pequeñas en centros pequeños y medianos. En la práctica, la asignatura de Historía de la FIlosofía acabará reducida a una optativa marginal que sólo se ofertará en institutos grandes. La hecatombe para la profesión de enseñar filosofía no va a ser menuda. En los departamentos de filosofía sobrarán profesores que deberán ser reconvertidos a otras especialidades afines, los interinos de la especialidad perderán toda esperanza de volver a trabajar en la enseñanza y los nuevos licenciados harán bien en buscarse otra ocupación. La disminución de la presencia de la filosofía en secundaria hará que sean menos los alumnos mordidos por el gusanillo de la filosofía y, en consecuencia,  las facultades de filosofía recibirán menos alumnos. Esto último no es una mera especulación. Ya tuvimos experiencia de cómo se redujo la afluencia de alumnos a las facultades de filosofía cuando, durante los primeros años de la LOGSE, la asignatura fue reducida a una materia de modalidad. Ahora que va a ser reducida a una optativa irrelevante, podemos aventurar que el resultado será peor. La próxima ley significará, sin duda, el inicio del fin de la filosofía en la educación secundaria.

    El hecho de que la LOMCE va contra la filosofía nos lleva inevitablemente a preguntarnos ¿contra qué va la LOMCE cuando va contra la filosofía? ¿Va dirigida únicamente a eliminar ciertos adornos cognoscitivos de escasa relevancia o, por el contrario, elimina contenidos esenciales para la formación integral de los alumnos? En lo que sigue, vamos a defender que la situación en la que este borrador deja a la filosofía implica una merma en la calidad educativa que recibirán los futuros alumnos al eliminar contenidos fundamentales para su formación.

La LOMCE contra las virtudes cívicas

La eliminación de las asignaturas de Ética y Educación para la ciudadanía acaba con la escasa importancia que en leyes anteriores se daba a lo que podríamos llamar enseñar virtudes cívicas. La cuestión de fondo que parece explicar la eliminación de estas dos asignaturas se enmarca en la absurda discusión política, a la que asistimos hace unos años, acerca del carácter adoctrinante de Educación para la ciudadanía. Cuando se hablaba de adoctrinar parecía quererse decir que la asignatura de Educación para la ciudadanía, y por cercanía también la de Ética, vulneraban de algún modo el principio liberal de no intromisión del Estado en la moral privada de los individuos. Según esta línea de argumentación, el Estado estaría excediendo sus límites al arrogarse la potestad de influir sobre la concepción del bien de los individuos, especialmente a una edad en la que son fácilmente manipulables. Por ello, estas dos asignaturas no tendrían cabida en un Estado liberal orientado a que sean los individuos los que elijan su propia concepción del bien y su camino particular hacia la felicidad. Este argumento sería irreprochable si, en efecto, estas dos asignaturas hicieran aquello de lo que se les acusa. Sin embargo, ese no es el caso. La mencionada acusación se basa en una confusión, a veces pienso que deliberada, entre los conceptos de moral privada y ética pública. El objetivo de estas asignaturas no es moldear la concepción privada de los alumnos acerca de lo que es una buena vida, sino formarlos en los mínimos éticos exigibles para la convivencia en una sociedad democrática. Enseñar el valor de la participación ciudadana en las instituciones democráticas, los fundamentos éticos de los derechos humanos o conceptos tales como Estado de derecho, soberanía popular o tiranía de la mayoría, no representa en ningún sentido una intromisión en la moral privada de los alumnos. Al contrario, se les enseña que tienen derecho a perseguir su propio modo de vida y a suscribir su propia concepción moral siempre que, en su vida pública, respeten y se comprometan con los principios éticos en los que se basa nuestro sistema de convivencia.

    Enseñar virtudes cívicas no sólo es compatible con un Estado liberal, sino que además puede resultar necesario para la pervivencia del mismo. Para que una sociedad sea justa se necesita, por una parte, que sus instituciones básicas también lo sean y, por otra, que los individuos que la forman estén comprometidos con los principios de justicia que la rigen. De poco sirve un sistema institucional que reconozca las libertades básicas, si la sociedad civil sigue siendo fundamentalmente autoritaria y la comunidad impone fuertes restricciones al desarrollo individual. Igualmente, una democracia sin demócratas, sin que la sociedad civil esté comprometida con el ideal de autogobierno compartido, tampoco es viable. Lo mismo ocurre  en general con cualquier principio de justicia, si los ciudadanos no se hallan comprometidos con ellos difícilmente pueden funcionar. Es por ello que incluso un Estado liberal, declaradamente no perfeccionista, no sólo puede, sino que también debe interesarse en alguna medida por crear buenos ciudadanos.

La enseñanza de virtudes cívicas es necesaria en la educación obligatoria y no de cualquier manera. Es necesario que haya asignaturas específicamente dedicadas a ello más allá de esa transversalidad difusa que de nada sirve y nada enseña. Es necesario, además, que esas asignaturas adopten una perspectiva ética, crítica y filosófica. Si se trata de hacer que los alumnos comprendan e interioricen los valores y principios en los que se basa nuestra convivencia, no podemos limitarnos a repetirlos al modo de dogmas. Cuando una doctrina se repite dogmáticamente acaba perdiendo su sentido y convirtiéndose en palabra muerta incapaz de motivar a la acción. Aquello de los que se desconoce su fundamento sólo se aprende como doctrina muerta. Por ello, es necesaria una asignatura que acerque aquellos valores éticos y políticos a su fundamento filosófico. Deben ser vistos en el contexto de las problemáticas, teorías, discusiones y argumentos que les dieron origen. La perspectiva filosófica es la adecuada para que estos valores se interioricen crítica y reflexivamente. Por ello, es necesaria, por lo menos, alguna asignatura obligatoria de corte filosófico que trate estas cuestiones en la enseñanza obligatoria. La filosofía práctica es una muy buena herramienta para fomentar las virtudes cívicas y formar en el ejercicio de una ciudadanía libre y reflexiva.

Podría objetarse que, en contra de lo dicho, la LOMCE otorga un papel importante a las virtudes cívicas al introducir la asignatura de Valores éticos a lo largo de toda la ESO. Sin embargo, el hecho de que se ofrezca como mera alternativa a la religión vuelve a confundir las esferas de la moral privada y la ética pública. Con este planteamiento se asume que la moral católica ya proporciona todo lo necesario para ser un buen ciudadano y que sólo a los pobres alumnos que carecen de una moral religiosa es necesario ofrecerles algún remedo en forma de valores éticos. Con ello se niega la existencia de una ética cívica, racional e independiente de cualquier concepción moral religiosa. Se olvida que las morales sustantivas y omniabarcantes que proporcionan las religiones pertenecen al ámbito de la moral privada y que existe otro ámbito de reflexión ética que es mucho más básico e importante para la convivencia en una sociedad plural y democrática. Mucho se ha comentado acerca de cuántos años nos hace retroceder la LOMCE en algunos aspectos. En esta cuestión, sin duda, nos está devolviendo a oscuras edades previas a la Ilustración.

La LOMCE contra el pensamiento crítico

Reducir el peso que se le otorga a la filosofía en la educación implica reducir la importancia que se le da al pensamiento crítico en la formación de los alumnos. Con esto no se quiere decir que las otras materias sean acríticas o dogmáticas, sino que lo propio de la filosofía es precisamente el pensamiento crítico. Lo específico de la filosofía es ser una disciplina que lo problematiza todo, no da nada por supuesto y no reconoce más autoridad que la razón. Esta especificidad es percibida enseguida por los alumnos que, al iniciarse en el estudio de la filosofía, pronto se dan cuenta de que están ante algo nuevo y distinto de lo que aprenden en otras materias. Cuando empiezan a  introducirse en los problemas filosóficos, y lo único que reciben como respuesta es una multiplicidad de teorías, argumentos y contrargumentos, sienten perplejidad y tienden a preguntar por cuál es la teoría correcta. Incluso, cuando pasado un tiempo de habituación al pensamiento filosófico y al hecho de que en filosofía no hay algo así como una teoría correcta o definitiva, hay ocasiones en las que siguen preguntando por la opinión del profesor en busca de alguna autoridad en la que apoyarse. Con esto sólo quiero mostrar que la filosofía en la educación secundaria ofrece a los alumnos algo que no encuentran en ninguna otra asignatura: un modo de acercarse a la realidad que problematiza todo aquello que damos por sentado y que no da nada por supuesto. Restarle importancia a la filosofía en la educación es reducir la importancia que le damos al ejercicio del pensamiento crítico. Luego podremos juzgar si eso es valioso o no para la educación de los alumnos pero lo cierto es que el vacío que deja la pérdida de la obligatoriedad de asignaturas filosóficas, no puede ser rellenado con ninguna otra materia.

El ejercicio del pensamiento crítico es uno de los rasgos constitutivos de la cultura occidental. Uno de los momentos fundacionales de nuestra cultura fue la aparición, allá por el siglo VI a.C. en la costa de Asia Menor, de la Escuela de Mileto. Lo peculiar de esta escuela frente a otras era que no existía una doctrina que hubiese que transmitir inalterada de maestros a discípulos. En ella, por el contrario, se instauró la tradición de mantener una cierta distancia crítica con respecto a las enseñanzas del maestro e intentar criticarlas y mejorarlas. Con ello se dió inicio a algo que está en la base de todos los grandes logros científicos y filosóficos de nuestra cultura, el pensamiento crítico. Desde entonces, todas las grandes revoluciones teóricas, científicas o políticas han sido fruto de ese modo de pensar capaz de cuestionar todas las creencias y tradiciones por muy bien asentadas que estén. El pensamiento crítico ha permitido alumbrar nuevas perspectivas, luchar contra la estupidez y pensar otros mundos posibles. Si hubiese un único logro que pudiésemos rescatar de la cultura occidental, sería sin duda la aplicación del pensamiento crítico y antidogmático a todos los ámbitos de la vida.

Se me dirá que el pensamiento crítico no es patrimonio exclusivo de la filosofía. En efecto, las ciencias y cualquier otra disciplina teórica se basan en él y progresan gracias a él. Sin embargo, la filosofía tiene un valor especial para fomentar el pensamiento crítico. El resto de las asignaturas necesitan de la enseñanza previa de un cuerpo doctrinal que, en las primeras fases de su estudio, debe aprenderse de modo dogmático. Sin embargo, la filosofía, desde el principio, no es más que racionalidad crítica aplicada a todos los ámbitos de la experiencia humana. Es por ello que la filosofía debe ocupar un lugar de obligatoriedad en los dos cursos de bachillerato, con independencia de si se estudian ciencias o humanidades. El papel que juega para enseñar a los alumnos a pensar de modo crítico y riguroso es, por sí mismo, valioso y útil sean cuales sean los estudios que se realicen al acabar el bachillerato. El ejercicio del pensamiento crítico no sólo es útil para dedicarse a la ciencia básica o a la investigación, sino que también es valioso para cualquier ocupación e incluso para la tarea misma de vivir. La filosofía es un maravilloso antídoto contra el fanatismo, los prejuicios, la alienación y la estupidez en general. Nuestro sistema educativo no sólo no necesita menos filosofía, como pretende la LOMCE, sino que necesita más filosofía.

La LOMCE contra la excelencia

Una de las motivaciones fundamentales de la LOMCE es la de perseguir la excelencia de nuestro sistema educativo. Es difícil determinar qué quiere decir esto pero, por lo que podemos intuir, parece ser que se trata de conseguir una educación más excelente para los alumnos excelentes o, tal vez, se trata de perseguir que haya más alumnos excelentes y menos alumnos mediocres. En cualquier caso, es difícil entender cómo la eliminación de la obligatoriedad de la asignatura de Historia de la filosofía va a contribuir a una mayor excelencia en la educación. Uno de los objetivos fundamentales de esta asignatura es la de dar a conocer a los grandes clásicos del pensamiento. El significado de la palabra ‘clásico’ es el de aquello que es digno de imitación, que representa un modelo a seguir. Encuentro pocas maneras mejores de promover la excelencia en los alumnos que el de ponerlos en contacto con aquellos grandes pensadores que son precisamente modelos por el ejercicio de un pensamiento riguroso y por su dedicación al conocimiento. De entre las asignaturas filosóficas que hay en nuestro sistema educativo la que suele resultar más atractiva para los alumnos es Historia de la filosofía. Creo que esto se debe al modo peculiar con el que se presentan los problemas filosóficos en esta asignatura. En ella, se representa una gran gigantomaquia entre los grandes intelectuales de nuestra cultura que, de cara a los estudiantes, le da una vidilla especial de la que carecen las otras asignaturas de filosofía. Al presentarse de modo histórico, se perciben con más claridad los enfrentamientos entre las grandes teorías filosóficas y eso, además de darle un entretenimiento añadido a la asignatura, representa una enseñanza muy valiosa al mostrar el desenvolvimiento de las ideas a lo largo de la historia. En ella se muestran cómo las teorías filosóficas son el resultado de problemas históricos y del esfuerzo riguroso por solucionarlos, cómo todas las nuevas teorías critican a las anteriores con la intención de mejorar nuestro conocimiento de la realidad y cómo los grandes logros de nuestra cultura son el resultado del esfuerzo y la dedicación al conocimiento. Como decía antes, se me ocurren pocas maneras mejores de promover el valor de la excelencia y el esfuerzo.

    Al margen de esto, tampoco resulta entendible cómo puede concebirse que privar a los alumnos del conocimiento de las teorías de los grandes filósofos de nuestra cultura va a resultar en una educación más excelente. ¿Cómo puede concebirse que es más excelente una educación en la que no se enseñe la crítica de Locke al absolutismo, la teoría del contrato de Rousseau, el esfuerzo kantiano por fundamentar un ética racional y laica o el reto escéptico de Hume? A mí que me lo expliquen.

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Caníbales y bachilleres

En una cultura que tiende a presentar el filete de ternera en asépticas bandejas de poliestireno expandido, que nos hagan olvidar al animal muerto o al matarife, la antropofagia es algo que está más allá de la linea de lo repugnante. Se trata de algo que nosotros no hacemos y que, desde luego, tampoco estaríamos dispuestos a hacer. La idea misma nos parece nefanda. Hannibal Lecter no impactaría tanto nuestra imaginación si fuese vegetariano. Lo que lo convierte en un símbolo de maldad y depravación no es su gusto por el asesinato, sino sus preferencias culinarias.

Si hacemos caso al testimonio de Heródoto, los griegos del siglo V a. C. eran igual de renuentes que nosotros a comerse a sus conciudadanos o, por lo menos, a sus familiares:

“Tras su coronación, Darío habló a los griegos que estaban presentes y les preguntó por cuánto dinero aceptarían comerse los cadáveres de sus padres. Ellos respondieron que no lo harían por nada del mundo. A continuación, Darío hizo llamar a unos indios llamados Ca’atias que se comen a sus muertos [. . . ] y les preguntó por cuánto dinero aceptarían incinerar los cadáveres de sus padres. Estos, a gritos, le pidieron que no dijera cosas impías. Son costumbres establecidas y creo que Píndaro acertaba al decir que la costumbre reina sobre todos.” (Herodoto, Historia, Libro III)

Heródoto pone distancia con respecto a su horizonte cultural y parece sugerir que no hay nada moralmente superior en honrar a los muertos incinerándolos con respecto a hacerlo devorándolos. Quizás a ustedes, habitantes de la postmodernidad, no les parezca gran cosa, pero se trata de todo un logro intelectual. Distanciarse de la propia cultura, y reconocer que nuestras costumbres no son mejores por el hecho de ser las nuestras, no es algo sencillo. Si lo fuese, la respuesta hacia las diferencias no habrían sido tan frecuentemente el miedo y la violencia.  El logro de relativizar las propias costumbres parece ser que se lo debemos a los ilustrados atenienses del siglo V a. C., en particular, a los denostados sofistas. Démosles las gracias desde aquí.

El caso es que, retomando el hilo antropófago, el canibalismo es todo un clásico de la literatura sobre la diversidad cultural. Un puñado de siglos después de Heródoto, cuando el Nuevo Mundo mostró a Europa una humanidad totalmente distinta a la nuestra, Montaigne volvió sobre el asunto de los caníbales. Si el texto de Heródoto pone en pie de igualdad la cremación y la degustación de cadaveres humanos, Montaigne lleva las cosas un poco más lejos. En su ensayo De los caníbales nos dibuja una tribu salvaje, libre de la corrupción de la civilización y que lleva una vida natural y sencilla. Si hubiese que calificar a alguien de bárbaro o de salvaje, tal vez deberíamos mirar hacia nosotros mismos, pues somos nosotros los que nos hemos despegado de la naturaleza. Los habitantes del Nuevo Mundo ejemplifican para Montaigne el modo natural de ser humano. Los salvajes tal vez seamos nosotros y no ellos. La cosa se agrava cuando resulta que el “buen salvaje”, que con tan bellos colores nos dibuja, practica eventualmente el canibalismo. Por ello su desafio al etnocentrismo es tan fuerte. ¿Cómo puede nadie insinuar que tal vez seamos más salvajes que una panda de antropófagos? La tribu imaginada y descrita por Montaigne vive en una tierra abundante que ha hecho innecesaria la aparición de la civilización.  Sin embargo, pese a no haber sido expulsados del Paraíso, comen carne humana. Cuando capturan a un prisionero de guerra, tras un largo cautiverio en el que el reo conoce el destino que le espera, es despiezado, cocinado y degustado por toda la tribu en un acto que simboliza la más extrema de las venganzas.  Costumbre bárbara, sin duda, pero aquí llega el desafío de Montaigne: ¿acaso es más salvaje este trato que el que sus contemporáneos europeos daban a los prisioneros de guerra? ¿Por qué es peor darnos un banquete con la carne de nuestros enemigos que torturarlos sin piedad hasta la muerte? ¿Quién es el salvaje? He aquí la pregunta relativizadora por excelencia: ¿y si los salvajes fuésemos nosotros?

Que Heródoto y Montaigne recurran al canibalismo para ejemplificar la diversidad cultural no es casual. Es una de las práctica que impacta más profundamente nuestra imaginación y que con más violencia sacude nuestro cómodo nicho cultural. Aprovechando la fuerza fantasmática que tiene esta idea, todos los cursos les pregunto a mis alumnos si estarían dispuestos a comer carne humana. Es el comienzo de una clase que suele ser la más sencilla de dar de todo el curso.  Al estilo socrático, sólo tengo que lanzarles unas cuantas preguntas y ellos solitos sacan sus consecuencias. Como pueden imaginar, la respuesta inicial a una pregunta tan impertinente suele ser la repugnancia generalizada. Los bachilleres del siglo XXI no parecen estar más dispuestos a comer carne humana que los griegos del siglo V a.C. Sin embargo, cuando las aguas se remansan y cesan los aspavientos, siempre hay algún valiente transgresor que afirma que si su supervivencia estuviese en juego, y no tuviese que matar a nadie en el proceso, comería carne humana. De camino, suele aprovechar para informar al resto de la clase de que ha visto una película en la que los supervivientes de un accidente aéreo consiguen subsistir comiendo carne de pasajero fallecido. Planteados tales extremos, la mayoría parece mostrarse de acuerdo en que en tal caso no está tan mal comerse al prójimo. Sin embargo, siempre quedan algunos pocos renuentes que manifiestan preferir morirse de hambre a degustar un filete de homo sapiens. Como a los indios de Heródoto, sólo les falta suplicar que, por favor, dejemos de hablar de cosas impías.  Llegados a este punto, es el momento de formularle una nueva pregunta a los bachilleres. Tras contarles la anécdota narrada por Heródoto, les pregunto si estarían dispuestos a honrar a su recién fallecida abuela devorándola en un banquete familiar. Aquí hay unanimidad en dar la misma respuesta que dieron los griegos a Darío. Ninguno de ellos, bajo ninguna circunstancia, estaría dispuesto a comerse a su abuela. No es lo mismo –argumentan– comerse a un hipotético desconocido, en unas hipotéticas circunstancias extremas, que hacer una parrillada con un familiar fallecido. De ningún modo son cosas comparables.

Ahora es el momento de las preguntas serias. Imbuido por el espíritu de Heródoto y Montaigne, es el momento de preguntarles si consideran éticamente incorrecto honrar a los muertos comiendo su carne. ¿Por qué habría de ser moralmente superior incinerar o enterrar a los muertos que saborearlos? Tras esta pregunta, normalmente, se instalan cómodamente en el relativismo cultural. Que no estén dispuestos a comerse a su abuela no significa que vayan condenar el hecho de que alguien lo haga, si esa es la costumbre de su cultura. De repente, parece que cualquier costumbre es tolerable por muy repugnante que nos resulte. Que a nosotros no nos guste la carne de abuela fallecida no es ninguna razón para prohibirle a otros que la coman, si esa es su costumbre. No está nada bien intentar imponer nuestros valores y costumbres a otras culturas como si representasen la verdad objetiva. De hecho, la idea misma de que pueda existir una verdad objetiva en cuestiones culinarias les parece una arrogancia injustificable. No está nada mal. En un santiamén hemos pasado de la soberbia etnocentrista antiantropófaga a la más amplia de las tolerancias gastronómicas. Cualquier costumbre pasa a ser algo respetable aunque sea ajena a nuestro sistema de valores.

Sin embargo, aún queda una pregunta importante por hacer: ¿realmente todas la costumbres merecen nuestro respeto? Tras unos instantes de vacilación, comienzan a surgir ejemplos de costumbres que consideran absolutamente intolerables. La lapidación de las adúlteras y la ablación del clítoris se convierten en las estrellas de la clase. Se trata de cosas –afirman– que no está bien hacer aunque sean costumbres establecidas y respaldadas por una larga tradición. Pero ¿cuál es la diferencia? ¿Por qué comerse a los difuntos es una práctica respetable y lapidar a las mujeres adúlteras una barbarie injustificable? Vaya pregunta más tonta. Está claro –replican– que el fallecido no siente ni padece y que la mujer sí que es una persona con sus derechos y esas cosas. Al final todo acaba reconduciéndose a la conclusión de que cualquier costumbre es tolerable siempre que no se vulneren los derechos humanos de nadie. No es poca cosa. En una clase han pasado del etnocentrismo al relativismo, para acabar abrazando el corazón de la doctrina multiculturalista. No es ningún logro del profesor. En realidad, antes de entrar al aula, ya eran convencidos multiculturalistas aunque no lo supiesen. Han sido educados durante años en la tautología de que se debe tolerar cualquier cosa menos lo intolerable. Desde que entraron al sistema educativo les han hablado del carácter sagrado de los derechos humanos y se les ha enseñado a respetar la diferencia. No entraña ningún mérito hacer que lleguen a una conclusión que no es otra que la doctrina oficial sobre el hecho de la diversidad cultural. El único mérito de los caníbales ha sido el de hacer que los alumnos hagan explícito algo que ya llevaban dentro. Es el momento de la complacencia, del regocijo por haber encontrado una verdad absoluta e incontrovertible: cualquier costumbre que respete los derechos humanos y la dignidad de las personas es respetable. Deberían ver lo henchidos de satisfacción que se muestran los bachilleres por haber llegado a una conclusión semejante. Descubrir el Mediterráneo siempre es satisfactorio.

Normalmente la clase acaba aquí. Sin embargo, en algunas pocas ocasiones hay algún alumno brillante que formula una pregunta terrible: ¿acaso no son los Derechos Humanos una creación de nuestra cultura? ¿Por qué podemos imponer nuestros valores a otras culturas? Por fortuna, las clases sólo duran 55 minutos y me puedo escaquear de dar una respuesta seria a esa pregunta. Salvado por la campana. Fundamentar racionalmente el carácter objetivo de los Derechos Humanos nunca ha sido mi fuerte.

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Nozick y el Principio de mariquita el último

Aunque no sea muy de mi agrado, todos los cursos me veo en la tesitura de tener que presentar al señor Robert Nozick a mis alumnos. Explicar los fundamentos filosóficos del liberalismo salvaje suele provocarme una cierta desazón. Pero bueno, si explico las teorías filosóficas que hay detrás de la socialdemocracia, explicar también a Nozick parece una cuestión de honestidad intelectual, ya saben, por aquello de que censurar las ideas que no nos gustan no es una buena actitud democrática.

Cuando hay que explicar por qué los liberales piensan que el Estado no debe redistribuir la riqueza uno siempre se encuentra sin darse cuenta dándole vueltas al sacrosanto derecho a la propiedad privada. Y es que la fundamentación filosófica del Estado mínimo ultraliberal y la del derecho a la propiedad son la misma. La argumentación de Nozick en contra de la redistribución de la riqueza se basa en su teoría acerca de la justicia en la adquisición y transferencia de propiedades. Aunque su nombre asuste, se trata de una teoría que se basa en dos principios muy sencillos:

  • Principio de justicia en la adquisición: Si algo no es de nadie y no perjudico a nadie adquiriéndolo, entonces puedo quedarmelo.
  • Principio de justicia en la transferencia: Las transferencias de propiedad deben ser siempre voluntarias o, lo que es lo mismo, el agente que la realiza debe querer hacerlo.

La crítica de Nozick a la socialdemocracia desde estos principios es sencilla. Cuando el Estado utiliza los impuestos para redistribuir la riqueza vulnera el segundo principio y, por tanto, el derecho a la propiedad privada. Si alguien quiere redistribuir su riqueza, diría un liberal, que lo haga mediante donaciones voluntarias pero el Estado no puede obligarnos a ello y santas pascuas.

El caso es que a los alumnos este segundo principio no les llama la atención pero el primero siempre les causa estupor y asombro. Lo primero que suelen manifestar es extrañeza ante el hecho de que algo pueda no ser de nadie. Vivimos en un mundo en el que todo lo que consideramos que es legítimo adquirir es ya propiedad de alguien. La idea de algo que no pertenezca a nadie les parece una abstracción filosófica demasiado alejada de la realidad. Entonces intento hablarles de que la propiedad tuvo que originarse en algún momento y que, por tanto, tuvo que haber un tiempo en el que nada pertenecía a nadie. Para ilustrar esto les pongo el ejemplo de la colonización del Nuevo Mundo y, al final, acaban más o menos convencidos de que hubo un tiempo en el que no todas las cosas tenían propietario.

Llegado este punto siempre hay algún alumno avispado que, como si el espíritu de Proudhon le hubiese susurrado al oído, manifiesta que el primer principio no le parece justo pues el hecho de llegar el primero a un sitio no te da derecho a decir que es tuyo. No les falta razón y es que el momento fundacional de toda propiedad privada no es un evento que tenga mayor dignidad que, cuando siendo niños, echábamos a correr y gritábamos ¡Mariquita el último!

Por ello el otro día en clase el Principio de justicia en la adquisición quedó rebautizado como Principio de mariquita el último. No sé si es apropiado pero la cosa les hizo gracia y supongo que hará que se les quede y no tengan que memorizarlo para el examen.

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