Fetichismo y capitalismo: las bragas de nadie o el capital financiero

Aunque el fetichismo es un asunto al que se le pueden dar muchas vueltas, se puede definir de manera sencilla como la atribución a un objeto de propiedades o características que  en sí mismo no tiene. Primariamente, el fetichismo aparece ligado al pensamiento mágico y religioso. Por ejemplo, una pata de conejo es investida de la propiedad de dar buena suerte en virtud de las creencias de su portador. El fetiche mágico o religioso depende fundamentalmente de las creencias de los individuos. Así, dos personas distintas pueden portar un mismo objeto, por ejemplo una Cruz de Caravaca, y ocurrir que una lo lleve como símbolo de su religión y otra como fetiche. Lo único que las distingue es que la segunda persona cree que la Cruz de Caravaca ahuyenta la mala suerte y protege contra el mal de ojo mientras que la primera no.

El mono humano es un animal bastante tendente a la fetichización: bolígrafos de la suerte para hacer exámenes, esas gotas de colonia antes de salir de fiesta sin las cuales seremos incapaces de ligar, la ropa interior roja que nos proporcionará un año feliz, etc. Sin embargo, el fetichismo no siempre es un fenómeno ligado exclusivamente a la superstición y la religión. Los seres humanos tendemos a fetichizar objetos en otros ámbitos más profanos como puede ser el de la sexualidad. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la fetichización de la ropa interior: a algo que por sí mismo sólo es un pedazo de tela se le atribuye la capacidad de causar excitación sexual. Veámoslo con algunos ejemplos. Pepe se excita con las bragas usadas de su pareja y está siempre deseoso de quedarse sólo en casa para revolver el canasto de la ropa sucia en busca de su objeto de deseo. Las toca, las huele, las frota por su cuerpo y se masturba con ellas. Alguien podría argumentar que, en esos momentos, Pepe no usa las bragas como fetiche sexual porque lo que realmente le excita es el olor íntimo de su pareja. Sin embargo, resulta no ser el caso. Lo que realmente le excita es el objeto bragas usadas, con independencia de si huelen más o menos a orina o a flujo vaginal. Veámoslo con otro ejemplo. Benito se siente muy atraído por su vecina Brunilda pero jamás ha exteriorizado esa atracción. Ambos están casados con sus respectivas parejas y llevan una plácida existencia sexual burguesa de tipo sábado-sabadete. Benito sabe que cualquier intento por su parte de tomarse en serio su deseo podría acabar con esa felicidad paradisiaca y, sopesados los pros y los contras, opta por ignorarlo. Sin embargo, cada vez que sube a la terraza a tender la ropa no puede dejar de mirar de soslayo las bragas tendidas de Brunilda. A veces se acerca a tocarlas, otras, incluso se atreve a olerlas e inhalar el excitante olor a jabón de marsella y suavizante de lavanda. Un día, finalmente, se atreve a robar unas bragas de Brunilda y las atesora como un objeto de culto sexual. Un tesoro peligroso que le puede costar embarazosas explicaciones, en caso de ser descubierto, pero del que no puede desprenderse y del que no puede dejar de disfrutar en sus momentos de soledad. Se podría decir que lo que excita a Benito no son las bragas mismas, sino el hecho de que pertenezcan a Brunilda. Sin embargo, ningún otro objeto de Brunilda le causa excitación. Jamás se le ha ocurrido, por ejemplo, robar unos calcetines de Brunilda. Tanto en el caso de Pepe como en el de Benito las bragas aparecen fetichizadas sexualmente, convertidas en un objeto con capacidad para causar excitación sexual por sí mismas. Es cierto que sus fetiches aún mantienen una cierta vinculación con algunas propiedades que les resultan excitantes como pueden ser el olor, en el caso de Pepe, o el hecho de que pertenezcan a Brunilda, en el caso de Benito. Sin embargo, esas propiedades no les excitarían por sí mismas si no estuviesen adheridas al objeto bragas y es, por ello, por lo que estas prendas funcionan como fetiches. Con todo, Pepe y Benito son fetichistas en un grado inferior en el que lo sería  alguien al que le excitasen las bragas en general. El grado de fetichización de un objeto es más elevado cuanto más independiente es de las propiedades reales que posee. Por ello, el más alto grado de fetichización de la ropa interior se daría cuando lo que se fetichiza son las bragas de nadie, cuando la capacidad de excitación de las bragas-fetiche sólo depende del hecho de que sean bragas y nada más.

Los fetichismos que acabamos de presentar se sustentan en los individuos que los practican. Sin los individuos fetichistas, esos objetos no funcionarían como fetiches. Sin embargo, Marx detectó la existencia de fetichismos que no dependen de los individuos, sino de la forma que adoptan sus relaciones sociales o, más concretamente, sus relaciones económicas. Se trata de fetichismos independientes de los individuos en tanto que cualquier conjunto de individuos, que entren en determinadas relaciones económicas de producción, se comportarán inevitablemente de modo fetichista. No dependen del contenido de esas relaciones de producción (los individuos concretos), sino de la forma social que adoptan esas relaciones. Aunque el análisis que hace Marx del modo de producción capitalista está atravesado por la detección de múltiples mistificaciones y fetichismos,  los dos más interesantes y famosos son los referidos a la mercancía y al capital.

Empecemos por el fetichismo de la mercancía. Una mercancía es un producto del trabajo humano que, además de poseer un valor de uso, tiene también un valor de cambio. Cuando se dice de algo que tiene valor de cambio, se quiere decir que ese algo es intercambiable en alguna magnitud cuantitativa por otra cosa. Si digo que unas botas valen dos cestas de mimbre, o que valen 20 euros, estoy expresando el valor de cambio de esas botas, es decir, estoy expresando la cantidad en que esas botas son intercambiables por otras cosas. Para Marx, lo que hace que una mercancía tenga un determinado valor de cambio es el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirla. Si, dados los avance técnicos de una sociedad, se gastan 6 horas de media para producir unas botas y 3 horas para producir una cesta de mimbre, entonces dos cestas de mimbre serán directamente intercambiables por un par de botas. La cosa se complica mucho más cuando, en virtud del desarrollo de las fuerzas productivas, la circulación de mercancías se generaliza y se introduce en la ecuación la mercancía dineraria. Vamos a obviar esas cuestiones y a quedarnos con la idea fundamental: las mercancías tienen valor de cambio porque son fruto del trabajo humano.

Sin embargo, conforme se desarrolla la producción mercantil y se instaura una forma social de producción cuyo fin principal es la venta de lo producido, ocurre una curiosa inversión fetichista. Las mercancías comienzan a presentársenos como poseyendo valor de cambio por sí mismas, con independencia del trabajo humano invertido en ellas. La relación entre trabajo y valor se nos muestra invertida: las mercancías no tienen valor porque se haya invertido trabajo en ellas, sino que se trabaja en producirlas porque tienen valor de cambio por sí mismas. El fetichismo radica aquí en que una propiedad que la mercancía posee en virtud del trabajo empleado en su producción aparece como una propiedad mística que la mercancía posee de modo inherente. El fetiche mercancía se independiza de la producción y da lugar a un misterioso mundo, autonomizado con respecto al mundo de la producción, en el que  las mercancías se venden o se compran en función del valor que por sí mismas poseen. El mundo del intercambio no sólo se hace autónomo con respecto al mundo del trabajo, sino que la producción misma se organiza en función de ese mundo fetichizado del intercambio. La mercancía se convierte en fetiche desde el momento en que las relaciones sociales entre los productores dejan de ser transparentes para ellos. En la esfera de la de la producción parecen actuar como individuos independientes mientras que sus productos se relacionan entre sí en la esfera del intercambio. Lo que se enfrenta en el mercado no son productores, sino mercancías que parecen tener una vida autónoma en función de sus respectivos valores. Así, las relaciones sociales entre los productores se convierten en relaciones sociales entre cosas totalmente fetichizadas y autonomizadas con respecto al mundo del trabajo.

Aunque el fetichismo de la mercancía sea el más conocido de la obra de Marx, el fetichismo del capital puede resultarnos incluso más interesante en unos tiempos en los que el capital es conceptualizado a menudo, completamente fetichizado, como una fuerza autónoma capaz de derribar gobiernos y arruinar países. Veamos en qué consiste. Por capital se entiende el valor que se invierte con la finalidad de recuperarlo en una cuantía superior a la invertida, es decir, con la finalidad de que refluya a las manos del capitalista con un plusvalor. Es, en palabras de Marx, valor que se autovaloriza. Para entender mejor la naturaleza del capital es necesario ver en qué clases de cosas se materializa. El capital industrial se encarna tanto en los medios de producción (maquinaria, herramientas, edificios, materias primas) como en la fuerza de trabajo vendida por los obreros. El capital comercial se materializa básicamente en las mercancías compradas para revenderlas. El capital de préstamo, o capital que devenga interés, se encarna en el dinero mismo que se presta para que retorne con un interés. Ahora bien, para Marx, el único valor capaz de producir valor es la fuerza de trabajo. Por tanto, para que el capital realice su plusvalor debe encarnarse necesariamente en la fuerza de trabajo de los obreros. Así, el capital industrial realiza su plusvalía mediante la explotación de esa fuerza de trabajo, el capital comercial se apropia de una parte de esa plusvalía y, en el capital que devenga interés, el pago de los intereses se deriva, en última instancia, del plusvalor generado por la producción. En resumen, el capital no podría ser un valor que generase plusvalor si no se invirtiese en la compra de fuerza de trabajo.

El capital se convierte en fetiche cuando aparece dotado, por sí mismo, de la capacidad de ser productivo. En este caso se da una inversión fetichista análoga a la que se daba con el fetichismo de la mercancía: el capital no se percibe como productivo por encarnarse en el trabajo de los obreros, sino que la fuerza de trabajo parece productiva por ser una encarnación del capital. El capital aparece como dotado de vida propia, como un valor capaz de generar plusvalor por sí mismo, mientras que la fuerza de trabajo y los medios de producción aparecen como meros instrumentos del capital. El mismo capital industrial, el que se encarna en la fuerza de trabajo, está ya fetichizado por cuanto se le considera como el factor determinante de la producción. En el capital comercial, el que se encarna en el producto del trabajo bajo la forma de mercancía, el grado de fetichización es aún más elevado en tanto que genera la apariencia de que, por el mero hecho de realizar los movimientos de venta y compra, es creador de plusvalor. Pero, sin duda, el grado más alto de fetichización se da en el capital financiero que se nos aparece como dinero que crea dinero, valor que se autovaloriza por sí mismo. El capital industrial y comercial, del mismo modo que las bragas-fetiche de Pepe y Benito estaban vinculadas a propiedades excitantes, están vinculados a la producción real encarnándose respectivamente en la fuerza de trabajo y en el producto de esa fuerza. En cambio, el capital financiero está fetichizado en un grado análogo al que lo estaban las bragas de nadie: bragas que excitan, por sí mismas, por el hecho de ser bragas y valor que se autovaloriza, por sí mismo, por el hecho de ser valor.

El capital financiero es el gran fetiche de nuestra época. Vivido y figurado como una fuerza sublime y terrible capaz de hundir la eurozona, de expulsar a Berlusconi del gobierno y sustituirlo por Monti, capaz de dictar el destino de países enteros. Conceptualizado por la derecha neoliberal como una fuerza natural que sigue sus propias leyes y, por la izquierda, como un arma terrible en manos de una oligarquía. En cualquier caso, como una fuerza dotada de vida propia, como una creación humana que se ha hecho autónoma y ha escapado al control de su creador. El fetichismo empapa el lenguaje del establishment cuando políticos y periodista hablan de una economía real, ligada a la producción, y otra economía (¿irreal?) especulativa, como si fuesen dos ámbitos independientes, como si el capital financiero pudiese volar libremente sin tocar nunca el suelo de la producción. El mundo del trabajo, atenazado por un fetiche terrible que ha devenido tótem y que habla el lenguaje de las primas de riesgo y los ajustes estructurales, se vuelve así incapaz de ver su poder como auténtico creador de la riqueza. Obnubilados por las bragas de nadie nos vemos incapaces de apreciar la carnalidad que están destinadas a revestir.

Los fetichismos económicos son tan persistentes y están tan extendidos porque tienen la peculiaridad de no originarse en la subjetividad individual, sino en la forma social en la que se organiza la producción. Tienen, por así decirlo, un fundamento objetivo en la estructura económica de la sociedad. Los fetiches religiosos o sexuales dejan de serlo en cuanto el fetichista se convence de que no poseen las propiedades que le atribuye. Sin embargo, los fetiches económicos no dejan de serlo porque sepamos que lo son. Aunque conozcamos su secreto y sepamos que son fetiches, seguirán presentando la apariencia de fetiches. Del mismo modo que saber que la tierra no es plana no elimina la apariencia de su planicie, saber que las mercancías deben su valor al trabajo no elimina la apariencia de que el valor es una propiedad inherente a la mercancía. Mientras vivamos insertos en las relaciones de producción capitalistas, las mercancías se nos aparecerán como teniendo valor por sí mismas y el capital como siendo productivo por sí mismo. De hecho, dentro del modo de producción capitalista, es completamente apropiado decir que las mercancías tienen un valor o que el capital es productivo. No se está diciendo ninguna mentira. El fetichismo se da cuando esas propiedades se les atribuyen de modo inherente como si fuesen parte esencial del capital y las mercancías, como si no se debiesen al trabajo humano. Lo curioso aquí es que, aunque hayamos desvelado la ilusión del fetiche, aunque sepamos que el capital sólo es productivo por encarnarse en la fuerza de trabajo de los obreros, la ilusión permanece. El capital seguirá presentándose ante nosotros como dotado de productividad por sí mismo. La ilusión se deriva no de nuestras creencias, sino de la forma social que ha adoptado la producción en el capitalismo y, por tanto, persistirá  mientras permanezca el modo de producción capitalista.

Si saber la verdad sobre el capital y la mercancía no disuelve su apariencia de fetiches ¿de qué nos sirve? ¿Qué utilidad puede tener saber lo que hay detrás de la máscara del capital si no podemos arrancársela? Nos sirve para neutralizar la función principal del fetiche, esto es, para impedir que pueda cumplir su función ideológica. Los fetichismos de la mercancía y del capital, como mecanismos ideológicos, sirven para ocultar el hecho de que la única fuerza capaz de producir valor es el trabajo humano. Sirven para invertir, en nuestro imaginario, la relación entre trabajo y capital dando primacía al mundo del capital sobre el mundo del trabajo. Más aún, al crear en nosotros la conciencia de que el capital es el factor determinante de la producción, el capitalismo se nos aparecerá como un modo de producción natural e inevitable, como la única forma posible de organizar la producción. Una vez desvelado el misterio del fetichismo, la ilusión persistirá pero ya no podrá cumplir su función. En nuestras vidas, seguiremos actuando como si las mercancías tuviesen un valor inherente y como si el capital fuese inherentemente productivo. No puede ser de otro modo mientras nuestra existencia se desarrolle en el seno de las relaciones de producción capitalista. Sin embargo, saber que son fetiches nos permite ver más allá del sistema capitalista e identificarlo como un modo de producción históricamente determinado y, con ello, se nos abre la posibilidad de pensar otras alternativas posibles.

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‘Fetichismo y capitalismo: las bragas de nadie o el capital financiero’ de Jorge A. Castillo Alonso en garabatosalmargen.wordpress.com está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported License.

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¿Contra qué va la LOMCE cuando va contra la filosofía?

Que el segundo borrador de la LOMCE va contra la filosofía no constituye una interpretación audaz del propio texto del borrador ni es una afirmación que requiera justificación. Es un hecho que esta ley, tal y como está formulada, va a acabar con la escasa relevancia que pudiese tener la filosofía en nuestro sistema educativo. En ella se elimina la Ética de 4º de ESO, la única asignatura de carácter filosófico que había a lo largo de la ESO, y se convierte en optativa la tradicional Historia de la filosofía de 2º de bachillerato. Una optatividad que la pone en pie de igualdad con asignaturas como Religión y que se deja al arbitrio de las comunidades autónomas y los centros. Podría darse el caso de que algunas administraciones autonómicas decidiesen no ofertarla o de que, muy probablemente, muchos centros educativos no la oferten. Los que nos dedicamos a la enseñanza sabemos lo difícil que resulta que se oferten optativas de especialidades pequeñas en centros pequeños y medianos. En la práctica, la asignatura de Historía de la FIlosofía acabará reducida a una optativa marginal que sólo se ofertará en institutos grandes. La hecatombe para la profesión de enseñar filosofía no va a ser menuda. En los departamentos de filosofía sobrarán profesores que deberán ser reconvertidos a otras especialidades afines, los interinos de la especialidad perderán toda esperanza de volver a trabajar en la enseñanza y los nuevos licenciados harán bien en buscarse otra ocupación. La disminución de la presencia de la filosofía en secundaria hará que sean menos los alumnos mordidos por el gusanillo de la filosofía y, en consecuencia,  las facultades de filosofía recibirán menos alumnos. Esto último no es una mera especulación. Ya tuvimos experiencia de cómo se redujo la afluencia de alumnos a las facultades de filosofía cuando, durante los primeros años de la LOGSE, la asignatura fue reducida a una materia de modalidad. Ahora que va a ser reducida a una optativa irrelevante, podemos aventurar que el resultado será peor. La próxima ley significará, sin duda, el inicio del fin de la filosofía en la educación secundaria.

    El hecho de que la LOMCE va contra la filosofía nos lleva inevitablemente a preguntarnos ¿contra qué va la LOMCE cuando va contra la filosofía? ¿Va dirigida únicamente a eliminar ciertos adornos cognoscitivos de escasa relevancia o, por el contrario, elimina contenidos esenciales para la formación integral de los alumnos? En lo que sigue, vamos a defender que la situación en la que este borrador deja a la filosofía implica una merma en la calidad educativa que recibirán los futuros alumnos al eliminar contenidos fundamentales para su formación.

La LOMCE contra las virtudes cívicas

La eliminación de las asignaturas de Ética y Educación para la ciudadanía acaba con la escasa importancia que en leyes anteriores se daba a lo que podríamos llamar enseñar virtudes cívicas. La cuestión de fondo que parece explicar la eliminación de estas dos asignaturas se enmarca en la absurda discusión política, a la que asistimos hace unos años, acerca del carácter adoctrinante de Educación para la ciudadanía. Cuando se hablaba de adoctrinar parecía quererse decir que la asignatura de Educación para la ciudadanía, y por cercanía también la de Ética, vulneraban de algún modo el principio liberal de no intromisión del Estado en la moral privada de los individuos. Según esta línea de argumentación, el Estado estaría excediendo sus límites al arrogarse la potestad de influir sobre la concepción del bien de los individuos, especialmente a una edad en la que son fácilmente manipulables. Por ello, estas dos asignaturas no tendrían cabida en un Estado liberal orientado a que sean los individuos los que elijan su propia concepción del bien y su camino particular hacia la felicidad. Este argumento sería irreprochable si, en efecto, estas dos asignaturas hicieran aquello de lo que se les acusa. Sin embargo, ese no es el caso. La mencionada acusación se basa en una confusión, a veces pienso que deliberada, entre los conceptos de moral privada y ética pública. El objetivo de estas asignaturas no es moldear la concepción privada de los alumnos acerca de lo que es una buena vida, sino formarlos en los mínimos éticos exigibles para la convivencia en una sociedad democrática. Enseñar el valor de la participación ciudadana en las instituciones democráticas, los fundamentos éticos de los derechos humanos o conceptos tales como Estado de derecho, soberanía popular o tiranía de la mayoría, no representa en ningún sentido una intromisión en la moral privada de los alumnos. Al contrario, se les enseña que tienen derecho a perseguir su propio modo de vida y a suscribir su propia concepción moral siempre que, en su vida pública, respeten y se comprometan con los principios éticos en los que se basa nuestro sistema de convivencia.

    Enseñar virtudes cívicas no sólo es compatible con un Estado liberal, sino que además puede resultar necesario para la pervivencia del mismo. Para que una sociedad sea justa se necesita, por una parte, que sus instituciones básicas también lo sean y, por otra, que los individuos que la forman estén comprometidos con los principios de justicia que la rigen. De poco sirve un sistema institucional que reconozca las libertades básicas, si la sociedad civil sigue siendo fundamentalmente autoritaria y la comunidad impone fuertes restricciones al desarrollo individual. Igualmente, una democracia sin demócratas, sin que la sociedad civil esté comprometida con el ideal de autogobierno compartido, tampoco es viable. Lo mismo ocurre  en general con cualquier principio de justicia, si los ciudadanos no se hallan comprometidos con ellos difícilmente pueden funcionar. Es por ello que incluso un Estado liberal, declaradamente no perfeccionista, no sólo puede, sino que también debe interesarse en alguna medida por crear buenos ciudadanos.

La enseñanza de virtudes cívicas es necesaria en la educación obligatoria y no de cualquier manera. Es necesario que haya asignaturas específicamente dedicadas a ello más allá de esa transversalidad difusa que de nada sirve y nada enseña. Es necesario, además, que esas asignaturas adopten una perspectiva ética, crítica y filosófica. Si se trata de hacer que los alumnos comprendan e interioricen los valores y principios en los que se basa nuestra convivencia, no podemos limitarnos a repetirlos al modo de dogmas. Cuando una doctrina se repite dogmáticamente acaba perdiendo su sentido y convirtiéndose en palabra muerta incapaz de motivar a la acción. Aquello de los que se desconoce su fundamento sólo se aprende como doctrina muerta. Por ello, es necesaria una asignatura que acerque aquellos valores éticos y políticos a su fundamento filosófico. Deben ser vistos en el contexto de las problemáticas, teorías, discusiones y argumentos que les dieron origen. La perspectiva filosófica es la adecuada para que estos valores se interioricen crítica y reflexivamente. Por ello, es necesaria, por lo menos, alguna asignatura obligatoria de corte filosófico que trate estas cuestiones en la enseñanza obligatoria. La filosofía práctica es una muy buena herramienta para fomentar las virtudes cívicas y formar en el ejercicio de una ciudadanía libre y reflexiva.

Podría objetarse que, en contra de lo dicho, la LOMCE otorga un papel importante a las virtudes cívicas al introducir la asignatura de Valores éticos a lo largo de toda la ESO. Sin embargo, el hecho de que se ofrezca como mera alternativa a la religión vuelve a confundir las esferas de la moral privada y la ética pública. Con este planteamiento se asume que la moral católica ya proporciona todo lo necesario para ser un buen ciudadano y que sólo a los pobres alumnos que carecen de una moral religiosa es necesario ofrecerles algún remedo en forma de valores éticos. Con ello se niega la existencia de una ética cívica, racional e independiente de cualquier concepción moral religiosa. Se olvida que las morales sustantivas y omniabarcantes que proporcionan las religiones pertenecen al ámbito de la moral privada y que existe otro ámbito de reflexión ética que es mucho más básico e importante para la convivencia en una sociedad plural y democrática. Mucho se ha comentado acerca de cuántos años nos hace retroceder la LOMCE en algunos aspectos. En esta cuestión, sin duda, nos está devolviendo a oscuras edades previas a la Ilustración.

La LOMCE contra el pensamiento crítico

Reducir el peso que se le otorga a la filosofía en la educación implica reducir la importancia que se le da al pensamiento crítico en la formación de los alumnos. Con esto no se quiere decir que las otras materias sean acríticas o dogmáticas, sino que lo propio de la filosofía es precisamente el pensamiento crítico. Lo específico de la filosofía es ser una disciplina que lo problematiza todo, no da nada por supuesto y no reconoce más autoridad que la razón. Esta especificidad es percibida enseguida por los alumnos que, al iniciarse en el estudio de la filosofía, pronto se dan cuenta de que están ante algo nuevo y distinto de lo que aprenden en otras materias. Cuando empiezan a  introducirse en los problemas filosóficos, y lo único que reciben como respuesta es una multiplicidad de teorías, argumentos y contrargumentos, sienten perplejidad y tienden a preguntar por cuál es la teoría correcta. Incluso, cuando pasado un tiempo de habituación al pensamiento filosófico y al hecho de que en filosofía no hay algo así como una teoría correcta o definitiva, hay ocasiones en las que siguen preguntando por la opinión del profesor en busca de alguna autoridad en la que apoyarse. Con esto sólo quiero mostrar que la filosofía en la educación secundaria ofrece a los alumnos algo que no encuentran en ninguna otra asignatura: un modo de acercarse a la realidad que problematiza todo aquello que damos por sentado y que no da nada por supuesto. Restarle importancia a la filosofía en la educación es reducir la importancia que le damos al ejercicio del pensamiento crítico. Luego podremos juzgar si eso es valioso o no para la educación de los alumnos pero lo cierto es que el vacío que deja la pérdida de la obligatoriedad de asignaturas filosóficas, no puede ser rellenado con ninguna otra materia.

El ejercicio del pensamiento crítico es uno de los rasgos constitutivos de la cultura occidental. Uno de los momentos fundacionales de nuestra cultura fue la aparición, allá por el siglo VI a.C. en la costa de Asia Menor, de la Escuela de Mileto. Lo peculiar de esta escuela frente a otras era que no existía una doctrina que hubiese que transmitir inalterada de maestros a discípulos. En ella, por el contrario, se instauró la tradición de mantener una cierta distancia crítica con respecto a las enseñanzas del maestro e intentar criticarlas y mejorarlas. Con ello se dió inicio a algo que está en la base de todos los grandes logros científicos y filosóficos de nuestra cultura, el pensamiento crítico. Desde entonces, todas las grandes revoluciones teóricas, científicas o políticas han sido fruto de ese modo de pensar capaz de cuestionar todas las creencias y tradiciones por muy bien asentadas que estén. El pensamiento crítico ha permitido alumbrar nuevas perspectivas, luchar contra la estupidez y pensar otros mundos posibles. Si hubiese un único logro que pudiésemos rescatar de la cultura occidental, sería sin duda la aplicación del pensamiento crítico y antidogmático a todos los ámbitos de la vida.

Se me dirá que el pensamiento crítico no es patrimonio exclusivo de la filosofía. En efecto, las ciencias y cualquier otra disciplina teórica se basan en él y progresan gracias a él. Sin embargo, la filosofía tiene un valor especial para fomentar el pensamiento crítico. El resto de las asignaturas necesitan de la enseñanza previa de un cuerpo doctrinal que, en las primeras fases de su estudio, debe aprenderse de modo dogmático. Sin embargo, la filosofía, desde el principio, no es más que racionalidad crítica aplicada a todos los ámbitos de la experiencia humana. Es por ello que la filosofía debe ocupar un lugar de obligatoriedad en los dos cursos de bachillerato, con independencia de si se estudian ciencias o humanidades. El papel que juega para enseñar a los alumnos a pensar de modo crítico y riguroso es, por sí mismo, valioso y útil sean cuales sean los estudios que se realicen al acabar el bachillerato. El ejercicio del pensamiento crítico no sólo es útil para dedicarse a la ciencia básica o a la investigación, sino que también es valioso para cualquier ocupación e incluso para la tarea misma de vivir. La filosofía es un maravilloso antídoto contra el fanatismo, los prejuicios, la alienación y la estupidez en general. Nuestro sistema educativo no sólo no necesita menos filosofía, como pretende la LOMCE, sino que necesita más filosofía.

La LOMCE contra la excelencia

Una de las motivaciones fundamentales de la LOMCE es la de perseguir la excelencia de nuestro sistema educativo. Es difícil determinar qué quiere decir esto pero, por lo que podemos intuir, parece ser que se trata de conseguir una educación más excelente para los alumnos excelentes o, tal vez, se trata de perseguir que haya más alumnos excelentes y menos alumnos mediocres. En cualquier caso, es difícil entender cómo la eliminación de la obligatoriedad de la asignatura de Historia de la filosofía va a contribuir a una mayor excelencia en la educación. Uno de los objetivos fundamentales de esta asignatura es la de dar a conocer a los grandes clásicos del pensamiento. El significado de la palabra ‘clásico’ es el de aquello que es digno de imitación, que representa un modelo a seguir. Encuentro pocas maneras mejores de promover la excelencia en los alumnos que el de ponerlos en contacto con aquellos grandes pensadores que son precisamente modelos por el ejercicio de un pensamiento riguroso y por su dedicación al conocimiento. De entre las asignaturas filosóficas que hay en nuestro sistema educativo la que suele resultar más atractiva para los alumnos es Historia de la filosofía. Creo que esto se debe al modo peculiar con el que se presentan los problemas filosóficos en esta asignatura. En ella, se representa una gran gigantomaquia entre los grandes intelectuales de nuestra cultura que, de cara a los estudiantes, le da una vidilla especial de la que carecen las otras asignaturas de filosofía. Al presentarse de modo histórico, se perciben con más claridad los enfrentamientos entre las grandes teorías filosóficas y eso, además de darle un entretenimiento añadido a la asignatura, representa una enseñanza muy valiosa al mostrar el desenvolvimiento de las ideas a lo largo de la historia. En ella se muestran cómo las teorías filosóficas son el resultado de problemas históricos y del esfuerzo riguroso por solucionarlos, cómo todas las nuevas teorías critican a las anteriores con la intención de mejorar nuestro conocimiento de la realidad y cómo los grandes logros de nuestra cultura son el resultado del esfuerzo y la dedicación al conocimiento. Como decía antes, se me ocurren pocas maneras mejores de promover el valor de la excelencia y el esfuerzo.

    Al margen de esto, tampoco resulta entendible cómo puede concebirse que privar a los alumnos del conocimiento de las teorías de los grandes filósofos de nuestra cultura va a resultar en una educación más excelente. ¿Cómo puede concebirse que es más excelente una educación en la que no se enseñe la crítica de Locke al absolutismo, la teoría del contrato de Rousseau, el esfuerzo kantiano por fundamentar un ética racional y laica o el reto escéptico de Hume? A mí que me lo expliquen.

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La puñetera perspectiva del universo: deícolas y humanistas

Cuenta la leyenda que Midas formuló a Sileno la pregunta más importante que se puede hacer: ¿qué es lo mejor para el hombre? Bajo esta pregunta tan general, Midas no quería conocer otra cosa que el sentido mismo de la existencia humana. No quería vivir su vida de cualquier manera, sino que buscaba en la sabiduría de Sileno una guía para la tarea de existir que le permitiese llevar una vida plena, dichosa y lograda. Según la tradición, la ebriedad dotaba a Sileno de una sabiduría especial que le permitía ver más allá de las apariencias. Midas se había encargado de emborracharlo antes de plantearle una pregunta tan profunda y esta fue la respuesta que obtuvo: lo mejor para el hombre es no haber nacido y, en caso de haberlo hecho, morir pronto. Se trata de la sentencia más pesimista que se puede hacer sobre la vida humana: no hay nada significativo que podamos hacer con nuestra existencia salvo dejar de existir y tan siquiera eso tendrá significado alguno.

Resulta difícil tomarse en serio la sabiduría de Sileno. Suena más a canto desesperado de adolescente borracho que intenta cortarse las venas con un vaso de plástico que a postura vital seria y meditada. El gran Epicuro, toda una autoridad en eso de reflexionar sobre la vida, la ridiculizaba diciendo que si alguien se tomase realmente en serio esa afirmación, haría bien en suicidarse y dejarnos a los demás en paz. Las cosas no son tan dramáticas como plantea Sileno. La gente no suele tener mayores problemas para dar significado a sus vidas a través de sus tareas, sus compromisos éticos y vitales o sus lazos emocionales. Lo de los existencialistas es puro drama. Encontrar sentido a la vida no requiere ningún acto heroico en busca de una existencia auténtica. Es cierto que a veces tenemos que pararnos a plantearnos si nuestras prioridades vitales son las correctas o si tal vez deberíamos dar un giro a nuestra existencia. Si nuestras necesidades básicas están cubiertas, es natural que a veces nos paremos a juzgar nuestras vidas y nos planteemos que, tal vez, deberíamos dedicar más tiempo a nuestra familia, a la lucha por un mundo más justo, a leer clásicos de la filosofía o, qué sé yo, que quizás deberíamos largarnos a algún lugar necesitado para colaborar con algún proyecto de desarrollo. Son intentos de reorientar nuestra vida para dotarla de sentido. Sin embargo, la cuestión del sentido de la existencia no es particularmente acuciante. La gente puede encontrar sentido a su vida en muchos ámbitos: la familia, la descendencia, el compromiso ético con alguna causa, el propio trabajo, las relaciones afectivas, el amor sexual o el activismo político son sólo algunos ejemplos. La afirmación de Camus de que la cuestión filosófica fundamental es la de si la vida merece o no la pena de ser vivida no es más que una exageración muy propia, por otro lado, del tono melodramático de la filosofía francesa. Lo normal es que el sinsentido absoluto, la sabiduría de Sileno, no asome a nuestras vida a menos que la juzguemos desde una perspectiva errónea a la que vamos a llamar ‘la perspectiva del universo’.

Adoptar la perspectiva del universo consiste básicamente en intentar juzgar nuestra vida desde el punto de vista más amplio y global posible. Al adoptarla nos miramos a nosotros mismos desde la aterradora perspectiva de la eternidad y nos vemos como lo que somos, algo insignificante. Si adoptamos una visión científica del mundo enseguida nos damos cuenta de que nuestro papel en la historia del universo no es precisamente el de personaje principal. A escala cósmica nuestra especie apenas ha comenzado a existir y pronto desaparecerá. No sabemos cuándo ocurrirá, pero el futuro más probable para la humanidad es dejar de existir. Si algo nos enseña la biología es que las especies no son algo estable. Sólo  son flujos de genes en continua interacción con un entorno que también es cambiante. Todas las especies acaban desapareciendo y no tenemos ninguna razón para pensar que el ser humano vaya a ser una excepción. Lo más probable es que acabemos siendo víctimas de nuestro propio éxito evolutivo y que la desmesurada presión demográfica a la que estamos sometiendo a este planeta acabe por romper los precarios equilibrios ecológicos que han hecho posible la expansión del homo sapiens. Cual langostas acabaremos pereciendo tras el gran festín. Pero incluso si conseguimos sobrevivir a la deforestación, al calentamiento global, a la pérdida de la biodiversidad, a la posibilidad de catástrofe nuclear o al uso de armas químicas, la vida en este planeta tiene fecha de caducidad. Dentro de 5000 millones de años el sol se apagará y volverá el silencio de la materia inerte a este rincón del universo. Como ven, desde la perspectiva del universo, somos absolutamente irrelevantes. Nuestros ajetreos vitales, nuestras preocupaciones y nuestros fines se tornan insignificantes. Adoptando esta perspectiva es como el sinsentido absoluto se cuela en nuestras vidas.

La perspectiva del universo que acabamos de perfilar es la más coherente con nuestra cosmovisión científica. La historia de la ciencia se puede leer como una sucesión de golpes a la visión antropocentrista que ha impregnado buena parte de nuestras tradiciones religiosas y filosóficas. Si hay una lección que podamos sacar de las sucesivas revoluciones científicas es nuestra propia insignificancia como individuos y como especie. El error al que aludía más arriba no está en esa cosmovisión, sino en el intento de adoptar la perspectiva del universo para juzgar nuestras vidas. Se trataría de un error categorial similar al de intentar medir el espacio interatómico con una regla escolar o al de juzgar la belleza de un jarrón por la disposición de sus moléculas. Si valoramos nuestra vida desde una perspectiva tan global estamos usando conceptos totalmente inadecuados para esa tarea. ¿Qué sentido puede tener plantearse dejar de fumar desde una perspectiva cósmica? La perspectiva del universo resulta absolutamente inadecuada para juzgar nuestros valores, deseos y fines y, por tanto, para dotar de sentido a nuestra vida. Sólo si acudimos a una perspectiva más mundana, y a un marco de referencia más parcial, podremos dotar a nuestras elecciones de sentido. Una persona puede decidir dejar de fumar porque valora su salud y, a su vez, valorar su salud porque es lo que le permite disfrutar de las cosas que considera valiosas. Es en ese contexto donde nuestras decisiones cobran sentido. Intentar adoptar una perspectiva más elevada sólo nos conduce al sinsentido y, cuando una perspectiva se revela como inadecuada para una tarea, lo cabal es no utilizarla.

Sin embargo, el mono humano se ha visto aquejado en innumerables ocasiones de una cierta tendencia a considerarse más importante de lo que en realidad es. Llevado por ella es como ha caído en la tentación de contemplarse desde la perspectiva del universo y, para hacer esa visión soportable, la ha rellenado de cosmovisiones antropocéntricas. Una de las que más influencia ha tenido en nuestra cultura es la del deícola. Éste habita en un mundo diseñado para él, es la criatura más perfecta de la creación, forma parte de un gran plan divino y, lo más importante, será salvado de su fragilidad y finitud.  Se trata de un planteamiento radicalmente antropocéntrico. De entre la amplia y rica biodiversidad de este planeta, sólo la especie humana será salvada. Los deícolas tratan con condescendencia a sus vástagos cuando les preguntan si existe un paraíso para sus mascotas. Por supuesto –responden– tu perrito irá a un cielo especial para perros en el que comerá huesos cuando quiera. Pero es sólo una mentira piadosa para preservar la inocencia infantil. Cuando crezcan comprenderán que sólo la humanidad será salvada. Sólo al hombre creó Dios a su imagen y sólo para él dispuso la creación de modo que “señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra”. El salto de fe que da el deícola no es más que un megalomaníaco intento de escapar de su insignificancia cósmica. Puede que ese salto le resulte reconfortante en algún sentido pero la perspectiva del universo, pese a haber sido rellenada de delirios de grandeza, sigue siendo inútil para dotar de sentido a nuestra vida. Una vez que el deícola ha cumplido con el puñado de preceptos que su dios le impuso como condición para ser salvado, aún tiene que plantearse preguntas serias sobre qué debe hacer con su vida. Saber que es el centro de la creación y que será salvado de su finitud no le es de mucha utilidad para responderlas. Puede que se sienta acompañado en sus decisiones por la divinidad o puede que se sienta integrado dentro del designio divino pero, al final, para tomar las decisiones cotidianas sobre qué hacer con su vida debe acudir a una perspectiva más mundana. La cosmovisión del deícola sólo ofrece consuelo para afrontar la idea de la mortalidad. Un consuelo que, por otra parte, no aporta nada a la tarea de orientarnos en esta vida.

Los que somos ateos de nacimiento no albergamos la menor duda sobre nuestro futuro. Sabemos que abandonaremos la existencia para nunca volver. No tenemos ningún problema con ello. En su momento superamos la primera conmoción infantil al descubrir nuestra propia mortalidad y nunca hemos tenido esperanzas de salvación ni de vida eterna. Los que llegaron al ateísmo tras superar una educación religiosa posiblemente sientan un mayor desgarro ante la idea de la propia finitud. Al fin y al cabo, allá donde albergaron infantiles esperanzas de inmortallidad queda un lugar vacío. Nada especialmente problemático. Al final no es tan difícil acostumbrarse a vivir sin esperanzas salvíficas ni elucubraciones escatológicas. Podemos encontrar sentido a esta vida en nuestras tareas, quehaceres y compromisos éticos y vitales. No necesitamos recurrir al gran premio-castigo ultraterreno. Es más, parece que el ateo tiene más motivos que el deícola para tomarse esta vida en serio porque es la única que tiene. En fin, ser ateo no es nada dramático. No llevamos una existencia atormentada ante nuestra radical contingencia y finitud. La imagen del ateo que es incapaz de encontrar sentido a su existencia no es más que un vestigio del viejo discurso deícola que pretende salvar al hombre de su frágil existencia insertándolo en el Gran Plan Divino. Un plan que, por supuesto, tiene al ser humano en el centro.

Sin embargo,  el ateo no está libre de la tentación de asomarse a la perspectiva del universo y rellenarla con extrañas ideas igual de irracionales y de antropocéntricas que las del deícola. Mucho ateos, agnósticos, racionalistas y escépticos que están dispuestos a denunciar la superchería y la superstición allá donde aparezcan, manfiestan, sin embargo, una fe en la humanidad totalmente injustificada. Esta fe humanista y laica imagina que llegará un día en el que el ser humano podrá trascender sus limitaciones. Algún día la humanidad se hará mayor de edad y podrá controlar su propio destino. Gracias al progreso científico podrá mejorarse genéticamente, controlar su propia evolución, colonizar la galaxia, acabar con el hambre y la miseria, conquistar la inmortalidad biológica, reparar el daño ecológico que hemos hecho a este planeta y, en definitiva, convertir a la humanidad en dueña de su propio destino. Cuando el humanista habla en estos términos lo hace como si la Humanidad fuese una entidad consciente capaz de proponerse fines y perseguirlos racionalmente. Nada más lejos de la realidad. Las especies no son entidades de ningún tipo, son sólo conjuntos de individuos que, merced a su similaridad genética, pueden reproducirse entre sí. Nunca ha existido un proyecto común y consciente para toda la humanidad ni parece probable que pueda existir algo así. Pero incluso en el improbable caso de que todos los seres humanos se pusiesen de acuerdo en perseguir algún fin noble y elevado, nuestra especie seguiría siendo tan dueña de su destino como lo son las amebas o los bisontes. No sólo no tenemos control sobre posibles acontecimientos cataclísmicos que puedan alterar las condiciones de vida de este planeta, sino que tan siquiera podemos controlar los efectos a largo plazo de nuestras propias creaciones tecnocientíficas. Rara vez podemos estar seguros de cómo afectará una nueva tecnología al modo de vida de la gente o cuáles serán sus efectos a largo plazo para el medioambiente. Pensar que algún día podremos controlar el futuro de nuestra especie constituye un salto de fe no muy distinto del que realiza el deícola al creer en la resurrección de la carne.  En realidad, como lúcidamente argumenta John Gray en Perros de paja, el optimismo humanista es muy parecido a una religión de salvación. Sólo hay que cambiar la vieja fe en la idea de que seremos salvados de nuestra finitud y contingencia por un Dios que nos ama, por la fe en la idea de que la humanidad puede salvarse a sí misma de sus limitaciones como especie. Se trata, una vez más, de un planteamiento antropocéntrico que postula que el ser humano tiene algo especial que le permitirá trascender las limitaciones que comparte con el resto de los organismos vivos. Pensar que el ser humano podrá salvarse a sí mismo por ser un animal que posee racionalidad se parece sospechosamente a la idea de que Dios lo salvará por ser un animal dotado de alma.

Al igual que pasaba con el deícola, si el humanista se mira desde la perspectiva del universo, encuentra una visión reconfortante. Nuestras vidas finitas se verán redimidas por la pequeña contribución que cada uno de nosotros hacemos a ese futuro glorioso de la humanidad. Sin embargo, esa visión poco o nada nos dice acerca de qué debemos hacer con nuestra vida. Alguien puede comprometerse activamente con el progreso científico y la mejora moral de la humanidad, atendiendo sólo al bienestar de las generaciones futuras, sin necesidad de creer en el advenimiento de un futuro en el que habremos escapado del azar y la contingencia a la que están sujetos todos los organismos vivos. Igualmente, alguien puede tener fe en la llegada del día en que podremos controlar nuestro destino y, sin embargo, dedicar todos sus esfuerzos vitales a la filatelia a la espera de que sean mentes más brillantes que la suya las que contribuyan a la salvación de la humanidad. Como decía más arriba, la perspectiva del universo no es adecuada para juzgar y orientar nuestras vidas. Da igual con qué la rellenemos, sigue siendo demasiado amplia para aplicarse a algo tan pequeño como nuestras vidas. Además, al adoptarla corremos el riesgo de sentirnos tentados por algún burdo e irracional antropocentrismo. Así que si retomamos la pregunta que Midas formuló a Sileno tal vez podríamos responder que lo mejor para el hombre es no adoptar la puñetera perspectiva del universo y, en caso de hacerlo, estar dispuesto a aceptar la amarga verdad: la humanidad no puede ser salvada de su finitud e insignificancia.

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‘La puñetera perspectiva del universo: deícolas y humanistas’ de Jorge A. Castillo Alonso en garabatosalmargen.wordpress.com está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported License.