Sobre la libre elección de centro educativo

Mucho se ha escrito sobre cómo la derecha ha disfrazado con los ropajes de la libertad de elección una idea tan antisocial como la privatización de la gestión de la enseñanza pública. Con la habilidad que les caracteriza, entre el malabarismo y la prestidigitación conceptual, hace un tiempo que empezaron a usar y a abusar continuamente del concepto “centro sostenido con fondos públicos”, utilizándolo como equivalente a centro público. Con ello se pretende introducir una falsa unidad en una dualidad sangrante que atraviesa nuestro sistema educativo: hay, por un lado, centros públicos sostenidos con fondos públicos y, por otro, centros privados sostenidos con fondos públicos. Claro que dicho así suena mucho peor, la idea de “negocio sostenido con fondos públicos” es maloliente por sí misma y para tapar este hedor disfrazan todo el cotarro con la consabida libertad de elección: los padres tienen que tener derecho a elegir la educación de sus hijos, faltaría más.

Como he dicho, ya se ha escrito y dicho mucho sobre lo que se pretende ocultar detrás de la libertad de elección: segregación socioeconómica, adoctrinamiento religioso, clasismo, falta de transparencia en la selección del profesorado y mamandurrias diversas como la compraventa de plazas. Cuando surge el debate sobre la educación concertada, lo usual es que sus defensores enarbolen la libertad de elección mientras que sus detractores intenten mostrar que tras el discurso de la libertad de elección se esconden cosas mucho más feas. Rara vez se ataca la idea misma de libre elección de centro y creo que se merece, por lo menos, un análisis más detallado.

En principio parece una de esas ideas incontestables, no parece cabal que alguien se manifieste en contra de la libertad de elección. Elegir es bueno, la libertad es buena, luego la libertad de elección debe ser la repanocha. Ese carácter incontestable de la libre elección de centro suele justificarse a partir de dos argumentaciones distintas. La primera es la que defiende que la libertad de elección, y la sana competencia entre centros educativos que se deriva de ella, redundan en una mayor calidad de la oferta educativa. La segunda, en cambio, se centra en el derecho de los padres a elegir las convicciones o creencias morales, religiosas o ideológicas en las que quieren que sus hijos sean adoctrinados. Mientras que la primera línea de argumentación suele ser defendida por think tanks y fundaciones que quieren dar la batalla ideológica a favor de la privatización de los servicios públicos, la segunda suele ser defendida por padres que esconden su clasismo detrás de la preocupación moral por lo que se enseña a sus hijos. En cualquier caso, puesto que no se trata de criticar a quienes defienden estas ideas, sino de analizar la idea de libertad de elección, vamos a analizar y valorar esas dos argumentaciones por separado.

La libre elección de centro mejora la calidad del sistema educativo

Esta argumentación se basa en concebir el sistema educativo como un sistema de mercado. En ese sentido, la libertad de elección llevaría implícito uno de esos círculos virtuosos del mercado que mejora la calidad de la oferta: como la gente siempre va a elegir el mejor producto, todos intentarán mejorar la calidad de lo que ofrecen, los productos de baja calidad acabarán mejorando o desapareciendo y, finalmente, la calidad general de la oferta mejorará. Conclusión: la libre elección de centro educativo mejora la calidad de la educación.

El punto de partida de esta argumentación consiste en establecer un símil entre el sistema educativo y el mercado que es, cuando menos, dudoso. En principio, incluso aunque concedamos que el libre mercado tiene efectos beneficiosos sobre la calidad de los productos ofertados, dicha analogía no tiene por qué funcionar en el ámbito educativo por la sencilla razón de que la educación no es una mercancía. La idea de que el mecanismo del mercado mejora por sí mismo la calidad de los productos parte del supuesto de una oferta diversa de mercancías de distinta calidad. Si eso no ocurre, no hay efectos beneficiosos del mercado que valgan. Ahora bien ¿tiene sentido diseñar el sistema educativo como un mercado? Dicho más concretamente ¿tiene sentido concebir el sistema educativo como un conjunto de centros educativos que compiten entre sí ofreciendo servicios educativos de distinta calidad? Si concebimos la educación como un derecho que debe ser garantizado por los poderes públicos, la respuesta es no.

Veamos por qué. El derecho a la educación se fundamenta sobre la el ideal de igualdad de oportunidades. Si la educación es un derecho, no es debido a la función de reproducción social que efectivamente cumple, sino a la aspiración ideal a construir una sociedad basada en principios meritocráticos en la que las condiciones de partida de las personas no determinen su destino. Si esto es así, si admitimos que el reconocimiento del derecho a la educación tiene por finalidad la igualdad de oportunidades, entonces no tiene ningún sentido que los centros educativos compitan entre sí para que sus potenciales usuarios elijan los que ofrezcan un servicio de mayor calidad. Si la educación es un derecho, entonces debe ser garantizado para todos por igual y en las mismas condiciones para todos. En este sentido, una sociedad comprometida con el derecho a la educación como eje de la igualdad de oportunidades debe aspirar en la medida de lo posible a que todos los centros educativos den una educación de la máxima calidad. Por ello, la misión del Estado como garante del derecho a la educación no debe ser garantizar la libre elección de centro, sino convertir esa libertad de elección en irrelevante. Si hay una red pública en la que todos los centros ofrecen una educación de la máxima calidad, entonces no hay ninguna razón para preferir un centro a otro y la libertad de elección se convierte en una libertad superflua.

Se me dirá que es iluso pensar que eso es posible. De hecho, como docente que ha recorrido muchos centros educativos de lugares muy distintos, tengo claro que la diferencia entre la calidad de la educación que se ofrece entre unos centros y otros, sin llegar a ser abismal, puede llegar a ser ostensible. El principal factor diferencial suele ser el entorno cultural y socioeconómico en el que está el centro, no es lo mismo un centro de una zona rural, de un suburbio golpeado por la desindustrialización o del centro gentrificado de una capital. Sin embargo, la distancia entre el ideal y la realidad no invalida el ideal: si creemos que la educación es un derecho al servicio de la igualdad de oportunidades, tenemos que comprometernos con la aspiración a que la calidad educativa sea óptima en todos los centros. Si ello implica invertir muchos más recursos en zonas deprimidas económicamente o con un nivel cultural más bajo, no hay ningún problema, es algo que los defensores de la escuela pública llevamos manteniendo desde siempre.

En resumen, la idea de que la libertad de elección mejora la calidad de la educación se asienta en una concepción de la educación que es incompatible con la idea de que la educación es un derecho que debe proveerse a todos por igual.

Los padres deben poder elegir la educación moral y religiosa de sus hijos

La otra argumentación mediante la que se defiende la libertad de elección en educación está basada en el derecho de los padres a elegir la educación religiosa y moral de sus hijos. Otra idea de apariencia incontestable. ¡Faltaría más! Imaginense que yo quisiese educar a mis hijos en el ateísmo, el materialismo y el hedonismo y, al mismo tiempo, se me obligase a matricularlos en un centro educativo de ideario católico. Un caso como este constituiría una aberración, un abuso, una intromisión intolerable en el derecho de las personas a elegir su propia concepción del bien y a tener las creencias religiosas que consideren y, en definitiva, una violación del sacrosanto principio liberal de neutralidad estatal con respecto a la moral privada de los ciudadanos.

El problema de esta línea de argumentación no está en la defensa de la neutralidad estatal que, con matices, podríamos llegar todos a compartir, sino en la conclusión a la que llegan los defensores de la libre elección de centro educativo. Que yo tenga derecho a educar a mis hijos en una concepción de la vida humana atea, materialista y hedonista, no implica en ningún momento que tenga derecho a que el Estado garantice que yo pueda matricular a mis hijos en un centro de ideario ateo, materialista y hedonista.

Más aún, cualquier defensa coherente de la neutralidad del Estado con respecto a la moral privada y a las creencias religiosas, debería llevar aparejada la negativa a que se empleen recursos públicos para enseñar esas cosas en las escuelas. Si creemos que nadie, ni el Estado, debe poder entrometerse en la educación moral y religiosa de nuestros hijos, lo cabal y coherente es que pensemos que los “centros sostenidos con fondos públicos” no deban tener ningún ideario concreto.

En conclusión, y con ello volvemos a lo que decíamos al principio, la libertad de elección no es sólo un eslogan sin mucho fuste que emplean los defensores de los conciertos educativos para ocultar sus verdaderos fines. No es únicamente una forma de ocultar que defienden hacer de la educación pública un negocio privado y convertirla en un sistema educativo segregador, clasista y racista en el que los hijos las familias de clase media no tengan que convivir en las aulas con pobres, moros y gitanos. La libertad de elección es algo más, constituye una concepción sustantiva de cómo debe ser el sistema educativo que es contraria a esa “escuela pública de tod@s para tod@s” que venimos defendiendo. En cuanto escarbamos un poco bajo el concepto mismo de libertad de elección, y las argumentaciones que se utilizan para defenderlo, nos encontramos con una visión de la educación contraria a la concepción de la educación como un derecho universal y opuesta al modo correcto de entender la laicidad y la neutralidad del Estado. La libertad de elección no es una máscara para ocultar al monstruo, sino que es el monstruo mismo.

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¿Contra qué va la LOMCE cuando va contra la filosofía?

Que el segundo borrador de la LOMCE va contra la filosofía no constituye una interpretación audaz del propio texto del borrador ni es una afirmación que requiera justificación. Es un hecho que esta ley, tal y como está formulada, va a acabar con la escasa relevancia que pudiese tener la filosofía en nuestro sistema educativo. En ella se elimina la Ética de 4º de ESO, la única asignatura de carácter filosófico que había a lo largo de la ESO, y se convierte en optativa la tradicional Historia de la filosofía de 2º de bachillerato. Una optatividad que la pone en pie de igualdad con asignaturas como Religión y que se deja al arbitrio de las comunidades autónomas y los centros. Podría darse el caso de que algunas administraciones autonómicas decidiesen no ofertarla o de que, muy probablemente, muchos centros educativos no la oferten. Los que nos dedicamos a la enseñanza sabemos lo difícil que resulta que se oferten optativas de especialidades pequeñas en centros pequeños y medianos. En la práctica, la asignatura de Historía de la FIlosofía acabará reducida a una optativa marginal que sólo se ofertará en institutos grandes. La hecatombe para la profesión de enseñar filosofía no va a ser menuda. En los departamentos de filosofía sobrarán profesores que deberán ser reconvertidos a otras especialidades afines, los interinos de la especialidad perderán toda esperanza de volver a trabajar en la enseñanza y los nuevos licenciados harán bien en buscarse otra ocupación. La disminución de la presencia de la filosofía en secundaria hará que sean menos los alumnos mordidos por el gusanillo de la filosofía y, en consecuencia,  las facultades de filosofía recibirán menos alumnos. Esto último no es una mera especulación. Ya tuvimos experiencia de cómo se redujo la afluencia de alumnos a las facultades de filosofía cuando, durante los primeros años de la LOGSE, la asignatura fue reducida a una materia de modalidad. Ahora que va a ser reducida a una optativa irrelevante, podemos aventurar que el resultado será peor. La próxima ley significará, sin duda, el inicio del fin de la filosofía en la educación secundaria.

    El hecho de que la LOMCE va contra la filosofía nos lleva inevitablemente a preguntarnos ¿contra qué va la LOMCE cuando va contra la filosofía? ¿Va dirigida únicamente a eliminar ciertos adornos cognoscitivos de escasa relevancia o, por el contrario, elimina contenidos esenciales para la formación integral de los alumnos? En lo que sigue, vamos a defender que la situación en la que este borrador deja a la filosofía implica una merma en la calidad educativa que recibirán los futuros alumnos al eliminar contenidos fundamentales para su formación.

La LOMCE contra las virtudes cívicas

La eliminación de las asignaturas de Ética y Educación para la ciudadanía acaba con la escasa importancia que en leyes anteriores se daba a lo que podríamos llamar enseñar virtudes cívicas. La cuestión de fondo que parece explicar la eliminación de estas dos asignaturas se enmarca en la absurda discusión política, a la que asistimos hace unos años, acerca del carácter adoctrinante de Educación para la ciudadanía. Cuando se hablaba de adoctrinar parecía quererse decir que la asignatura de Educación para la ciudadanía, y por cercanía también la de Ética, vulneraban de algún modo el principio liberal de no intromisión del Estado en la moral privada de los individuos. Según esta línea de argumentación, el Estado estaría excediendo sus límites al arrogarse la potestad de influir sobre la concepción del bien de los individuos, especialmente a una edad en la que son fácilmente manipulables. Por ello, estas dos asignaturas no tendrían cabida en un Estado liberal orientado a que sean los individuos los que elijan su propia concepción del bien y su camino particular hacia la felicidad. Este argumento sería irreprochable si, en efecto, estas dos asignaturas hicieran aquello de lo que se les acusa. Sin embargo, ese no es el caso. La mencionada acusación se basa en una confusión, a veces pienso que deliberada, entre los conceptos de moral privada y ética pública. El objetivo de estas asignaturas no es moldear la concepción privada de los alumnos acerca de lo que es una buena vida, sino formarlos en los mínimos éticos exigibles para la convivencia en una sociedad democrática. Enseñar el valor de la participación ciudadana en las instituciones democráticas, los fundamentos éticos de los derechos humanos o conceptos tales como Estado de derecho, soberanía popular o tiranía de la mayoría, no representa en ningún sentido una intromisión en la moral privada de los alumnos. Al contrario, se les enseña que tienen derecho a perseguir su propio modo de vida y a suscribir su propia concepción moral siempre que, en su vida pública, respeten y se comprometan con los principios éticos en los que se basa nuestro sistema de convivencia.

    Enseñar virtudes cívicas no sólo es compatible con un Estado liberal, sino que además puede resultar necesario para la pervivencia del mismo. Para que una sociedad sea justa se necesita, por una parte, que sus instituciones básicas también lo sean y, por otra, que los individuos que la forman estén comprometidos con los principios de justicia que la rigen. De poco sirve un sistema institucional que reconozca las libertades básicas, si la sociedad civil sigue siendo fundamentalmente autoritaria y la comunidad impone fuertes restricciones al desarrollo individual. Igualmente, una democracia sin demócratas, sin que la sociedad civil esté comprometida con el ideal de autogobierno compartido, tampoco es viable. Lo mismo ocurre  en general con cualquier principio de justicia, si los ciudadanos no se hallan comprometidos con ellos difícilmente pueden funcionar. Es por ello que incluso un Estado liberal, declaradamente no perfeccionista, no sólo puede, sino que también debe interesarse en alguna medida por crear buenos ciudadanos.

La enseñanza de virtudes cívicas es necesaria en la educación obligatoria y no de cualquier manera. Es necesario que haya asignaturas específicamente dedicadas a ello más allá de esa transversalidad difusa que de nada sirve y nada enseña. Es necesario, además, que esas asignaturas adopten una perspectiva ética, crítica y filosófica. Si se trata de hacer que los alumnos comprendan e interioricen los valores y principios en los que se basa nuestra convivencia, no podemos limitarnos a repetirlos al modo de dogmas. Cuando una doctrina se repite dogmáticamente acaba perdiendo su sentido y convirtiéndose en palabra muerta incapaz de motivar a la acción. Aquello de los que se desconoce su fundamento sólo se aprende como doctrina muerta. Por ello, es necesaria una asignatura que acerque aquellos valores éticos y políticos a su fundamento filosófico. Deben ser vistos en el contexto de las problemáticas, teorías, discusiones y argumentos que les dieron origen. La perspectiva filosófica es la adecuada para que estos valores se interioricen crítica y reflexivamente. Por ello, es necesaria, por lo menos, alguna asignatura obligatoria de corte filosófico que trate estas cuestiones en la enseñanza obligatoria. La filosofía práctica es una muy buena herramienta para fomentar las virtudes cívicas y formar en el ejercicio de una ciudadanía libre y reflexiva.

Podría objetarse que, en contra de lo dicho, la LOMCE otorga un papel importante a las virtudes cívicas al introducir la asignatura de Valores éticos a lo largo de toda la ESO. Sin embargo, el hecho de que se ofrezca como mera alternativa a la religión vuelve a confundir las esferas de la moral privada y la ética pública. Con este planteamiento se asume que la moral católica ya proporciona todo lo necesario para ser un buen ciudadano y que sólo a los pobres alumnos que carecen de una moral religiosa es necesario ofrecerles algún remedo en forma de valores éticos. Con ello se niega la existencia de una ética cívica, racional e independiente de cualquier concepción moral religiosa. Se olvida que las morales sustantivas y omniabarcantes que proporcionan las religiones pertenecen al ámbito de la moral privada y que existe otro ámbito de reflexión ética que es mucho más básico e importante para la convivencia en una sociedad plural y democrática. Mucho se ha comentado acerca de cuántos años nos hace retroceder la LOMCE en algunos aspectos. En esta cuestión, sin duda, nos está devolviendo a oscuras edades previas a la Ilustración.

La LOMCE contra el pensamiento crítico

Reducir el peso que se le otorga a la filosofía en la educación implica reducir la importancia que se le da al pensamiento crítico en la formación de los alumnos. Con esto no se quiere decir que las otras materias sean acríticas o dogmáticas, sino que lo propio de la filosofía es precisamente el pensamiento crítico. Lo específico de la filosofía es ser una disciplina que lo problematiza todo, no da nada por supuesto y no reconoce más autoridad que la razón. Esta especificidad es percibida enseguida por los alumnos que, al iniciarse en el estudio de la filosofía, pronto se dan cuenta de que están ante algo nuevo y distinto de lo que aprenden en otras materias. Cuando empiezan a  introducirse en los problemas filosóficos, y lo único que reciben como respuesta es una multiplicidad de teorías, argumentos y contrargumentos, sienten perplejidad y tienden a preguntar por cuál es la teoría correcta. Incluso, cuando pasado un tiempo de habituación al pensamiento filosófico y al hecho de que en filosofía no hay algo así como una teoría correcta o definitiva, hay ocasiones en las que siguen preguntando por la opinión del profesor en busca de alguna autoridad en la que apoyarse. Con esto sólo quiero mostrar que la filosofía en la educación secundaria ofrece a los alumnos algo que no encuentran en ninguna otra asignatura: un modo de acercarse a la realidad que problematiza todo aquello que damos por sentado y que no da nada por supuesto. Restarle importancia a la filosofía en la educación es reducir la importancia que le damos al ejercicio del pensamiento crítico. Luego podremos juzgar si eso es valioso o no para la educación de los alumnos pero lo cierto es que el vacío que deja la pérdida de la obligatoriedad de asignaturas filosóficas, no puede ser rellenado con ninguna otra materia.

El ejercicio del pensamiento crítico es uno de los rasgos constitutivos de la cultura occidental. Uno de los momentos fundacionales de nuestra cultura fue la aparición, allá por el siglo VI a.C. en la costa de Asia Menor, de la Escuela de Mileto. Lo peculiar de esta escuela frente a otras era que no existía una doctrina que hubiese que transmitir inalterada de maestros a discípulos. En ella, por el contrario, se instauró la tradición de mantener una cierta distancia crítica con respecto a las enseñanzas del maestro e intentar criticarlas y mejorarlas. Con ello se dió inicio a algo que está en la base de todos los grandes logros científicos y filosóficos de nuestra cultura, el pensamiento crítico. Desde entonces, todas las grandes revoluciones teóricas, científicas o políticas han sido fruto de ese modo de pensar capaz de cuestionar todas las creencias y tradiciones por muy bien asentadas que estén. El pensamiento crítico ha permitido alumbrar nuevas perspectivas, luchar contra la estupidez y pensar otros mundos posibles. Si hubiese un único logro que pudiésemos rescatar de la cultura occidental, sería sin duda la aplicación del pensamiento crítico y antidogmático a todos los ámbitos de la vida.

Se me dirá que el pensamiento crítico no es patrimonio exclusivo de la filosofía. En efecto, las ciencias y cualquier otra disciplina teórica se basan en él y progresan gracias a él. Sin embargo, la filosofía tiene un valor especial para fomentar el pensamiento crítico. El resto de las asignaturas necesitan de la enseñanza previa de un cuerpo doctrinal que, en las primeras fases de su estudio, debe aprenderse de modo dogmático. Sin embargo, la filosofía, desde el principio, no es más que racionalidad crítica aplicada a todos los ámbitos de la experiencia humana. Es por ello que la filosofía debe ocupar un lugar de obligatoriedad en los dos cursos de bachillerato, con independencia de si se estudian ciencias o humanidades. El papel que juega para enseñar a los alumnos a pensar de modo crítico y riguroso es, por sí mismo, valioso y útil sean cuales sean los estudios que se realicen al acabar el bachillerato. El ejercicio del pensamiento crítico no sólo es útil para dedicarse a la ciencia básica o a la investigación, sino que también es valioso para cualquier ocupación e incluso para la tarea misma de vivir. La filosofía es un maravilloso antídoto contra el fanatismo, los prejuicios, la alienación y la estupidez en general. Nuestro sistema educativo no sólo no necesita menos filosofía, como pretende la LOMCE, sino que necesita más filosofía.

La LOMCE contra la excelencia

Una de las motivaciones fundamentales de la LOMCE es la de perseguir la excelencia de nuestro sistema educativo. Es difícil determinar qué quiere decir esto pero, por lo que podemos intuir, parece ser que se trata de conseguir una educación más excelente para los alumnos excelentes o, tal vez, se trata de perseguir que haya más alumnos excelentes y menos alumnos mediocres. En cualquier caso, es difícil entender cómo la eliminación de la obligatoriedad de la asignatura de Historia de la filosofía va a contribuir a una mayor excelencia en la educación. Uno de los objetivos fundamentales de esta asignatura es la de dar a conocer a los grandes clásicos del pensamiento. El significado de la palabra ‘clásico’ es el de aquello que es digno de imitación, que representa un modelo a seguir. Encuentro pocas maneras mejores de promover la excelencia en los alumnos que el de ponerlos en contacto con aquellos grandes pensadores que son precisamente modelos por el ejercicio de un pensamiento riguroso y por su dedicación al conocimiento. De entre las asignaturas filosóficas que hay en nuestro sistema educativo la que suele resultar más atractiva para los alumnos es Historia de la filosofía. Creo que esto se debe al modo peculiar con el que se presentan los problemas filosóficos en esta asignatura. En ella, se representa una gran gigantomaquia entre los grandes intelectuales de nuestra cultura que, de cara a los estudiantes, le da una vidilla especial de la que carecen las otras asignaturas de filosofía. Al presentarse de modo histórico, se perciben con más claridad los enfrentamientos entre las grandes teorías filosóficas y eso, además de darle un entretenimiento añadido a la asignatura, representa una enseñanza muy valiosa al mostrar el desenvolvimiento de las ideas a lo largo de la historia. En ella se muestran cómo las teorías filosóficas son el resultado de problemas históricos y del esfuerzo riguroso por solucionarlos, cómo todas las nuevas teorías critican a las anteriores con la intención de mejorar nuestro conocimiento de la realidad y cómo los grandes logros de nuestra cultura son el resultado del esfuerzo y la dedicación al conocimiento. Como decía antes, se me ocurren pocas maneras mejores de promover el valor de la excelencia y el esfuerzo.

    Al margen de esto, tampoco resulta entendible cómo puede concebirse que privar a los alumnos del conocimiento de las teorías de los grandes filósofos de nuestra cultura va a resultar en una educación más excelente. ¿Cómo puede concebirse que es más excelente una educación en la que no se enseñe la crítica de Locke al absolutismo, la teoría del contrato de Rousseau, el esfuerzo kantiano por fundamentar un ética racional y laica o el reto escéptico de Hume? A mí que me lo expliquen.

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¿Laicidad y laicismo?

Resulta que, de un tiempo a esta parte, vengo escuchando que «una cosa es la laicidad y otra el laicismo». La afirmación suele ir acompañada de un tono de autoridad moral muy similar al que ponía el maestro cuando nos decía que una cosa es la libertad y otra el libertinaje. Ya saben, ese tono de ‘no te confundas que te la cargas con todo el equipo’. El caso es que sospecho que, mientras que el maestro nos enseñaba una distinción valiosa, los otros nos meten en un embrollo jesuítico que sólo sirve para desorientarnos. Si siguiésemos las reglas semánticas por las que comúnmente añadimos el sufijo ‘-ismo’, el laicismo debería ser una doctrina o actitud favorable a la laicidad. Si acudimos a la RAE nos encontramos con que su diccionario no tiene entrada para ‘laicidad’ pero sí para ‘laico’ y ‘laicismo’. Siguiendo a los académicos, laico se define como «independiente de cualquier organización o confesión religiosa» y laicismo como «doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa». Por ello no sería demasiado descabellado definir la laicidad como la cualidad que tiene algo de ser independiente de cualquier organización o confesión religiosa. En conclusión, decir que el laicismo persigue la laicidad no entrañaría ningún desorden semántico. Nada más sencillo.

Sin embargo algunos amantes de las sutilezas semánticas, a los que seguro que no podrán acusar de ateísmo, diferencian estos dos conceptos y, además, le dan una gran importancia a esa distinción. Para muestra, varios botones:

Una web de proselitismo católico:

«El laicismo es una teoría religioso-política que persigue eliminar a Dios de la sociedad, estableciendo un sistema ético ajeno a Dios. En su aspecto religioso es un ateísmo práctico que se impone a la sociedad con medidas políticas. […] La laicidad del Estado es distinta del laicismo. La laicidad propone que el Estado no debe estar ligado a una religión particular sino que debe respetar la libertad religiosa. Sostiene que debe haber una separación adecuada entre Iglesia y Estado y no perjudicar a los ciudadanos por motivos religiosos.» (FUENTE: www.ideasrapidas.org)

Otra:

«Laicidad: Mutuo respeto entre Iglesia y Estado fundamentado en la autonomía de cada parte
Laicismo: Hostilidad o indiferencia contra la religión.» (FUENTE: www.corazones.org)

Palabras de un papa muerto:

«Con frecuencia se invoca el principio de laicidad, en sí mismo legítimo, si es comprendido como la distinción entre la comunidad política y las religiones […] Pero ¡distinción no quiere decir ignorancia! ¡La laicidad no es el laicismo! No es otra cosa que el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividades de culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades de creyentes.»  (FUENTE: Discurso de Juan Pablo II al cuerpo diplomático, 12 de enero de 2004)

Palabras de un papa vivo:

«A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas. (FUENTE: Discurso de Benedicto XVI a los juristas católicos, 9 de diciembre de 2006)

Como puede observarse, la ortodoxia católica está más que interesada en diferenciar la laicidad del laicismo. La primera vendría a denotar una actitud respetuosa y de colaboración entre Iglesia y Estado, mientras que el segundo representaría una actitud hostil hacia la Iglesia. Sin embargo ya existe la palabra ‘anticlericalismo’ para referirse a esa hostilidad. Si bien es cierto que, por aquello de la tolerancia multicultural, resulta algo desfasado declararse anticlerical, su campo semántico sigue siendo el mismo y la economía del lenguaje nos dicta que no existe ninguna razón para introducir otra con el mismo significado. La razón de que dos papas apliquen su infalibilidad a estas sutilezas semánticas no está en que haya surgido un nuevo tipo de anticlericalismo que necesite ser bautizado. Esta razón, como veremos, debe buscarse en un lugar mucho más oscuro. Pero primero veamos varios ejemplos de usos católicos que podríamos dar a esta distinción. Si un Estado es independiente de la Iglesia para legislar pero lo hace guiado por la luz de la moral católica, sería un caso de «sana laicidad». Sin embargo si un gobierno aprueba leyes contrarias a los preceptos morales de la Iglesia, estaríamos ante un caso de laicismo radical. Si existe una total libertad de culto, pero el patrimonio de la Iglesia Católica goza de un régimen fiscal privilegiado, entonces estaríamos en un Estado en el que impera la laicidad. Sin embargo si alguien afirma que el Estado no debería pagar el sueldo de aquellos que utilizan las aulas públicas como púlpito desde el que predicar, esa persona sólo puede ser un laicista recalcitrante. Si el Estado reconoce la libertad para recibir la educación religiosa que uno quiera y, al mismo tiempo, subvenciona la enseñanza en centros de ideario católico, estaríamos ante un Estado indudablemente laico. Sin embargo, si se retirasen todos los símbolos religiosos de las instituciones públicas estaríamos ante un atropello laicista de proporciones bíblicas. Aunque resulta divertido esto de buscar ejemplos de «laicidad» y «laicismo», creo que la distinción ha quedado suficientemente ejemplificada.

Como decíamos, la nueva acepción de laicismo que los dos últimos papas han creado ex nihilo no tiene nada que ver con la emergencia de algún nuevo tipo de hostilidad hacia la religión. Cualquiera puede darse cuenta de que las críticas católicas al laicismo en realidad son críticas a los intentos de conseguir un Estado más laico. Sin embargo, la laicidad de los Estados tiene en nuestros tiempos demasiada buena prensa como para que se pueda criticar abiertamente. Por ello, y sin ánimo de psicoanalizar la compleja psique católica, podríamos decir que el acto de abominar del laicismo es una suerte de sublimación freudiana de un odio inconfesable hacia la laicidad de los Estados. Si seguimos con esta analogía psicoanalítica, podemos aventurar que el contexto social y cultural (superyó) reprime el tradicional odio católico hacia la laicidad y lo entierra en el inconsciente. Pero, ay, desde Freud sabemos que lo reprimido siempre vuelve con más fuerza y necesita manifestarse de algún modo. ¿Cómo? Canalizando ese odio hacia el nuevo enemigo del laicismo y declarando su amor hacia la «sana laicidad». Estaríamos ante algún tipo de inversión freudiana en la que se declara amar aquello que se odia. Paremos un momento pues tal vez esté llevando la analogía psicoanalítica demasiado lejos y no quiero que se me acuse de dar crédito a pseudociencias. Sin embargo, no es necesario recurrir a la imaginería psicoanalítica para apreciar que el católico despoja la laicidad de todo aquello que le molesta y lo proyecta en un nuevo monstruo al que llama laicismo. Es como si yo odiase a los católicos y, para no mostrar mi intolerancia, dijese que adoro la sana catolicidad pero aborrezco el catolicismo. En ambos casos, tanto el real como el hipotético, estaríamos jugando con el sentido de las palabras de un modo inmoral y creando confusión para esconder nuestros cadáveres dentro del armario.

En fin, cuando alguien nos cante las bondades de la laicidad al tiempo que clama contra los atropellos del laicismo, haríamos bien en recordarle que su discurso esconde una velada aversión hacia el espíritu laico de la Ilustración. Que el laicismo busca profundizar en la laicidad del Estado debería ser una afirmación de Perogrullo y, cualquier otra cosa, no es más que enredar con el lenguaje. Tal vez deberíamos sentar a los católicos en el diván del psicoanalista y hacerles tomar conciencia de su odio hacia la laicidad para, así, disolver su neurosis antilaicista. No seré yo quien se atreva. Quién sabe los monstruos que podríamos despertar si hurgásemos en el inconsciente católico.

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