Desde que la extrema derecha comenzó su ofensiva para instaurar lo que han venido en llamar “Pin Parental”, se han esgrimido muchos argumentos en su contra. Se ha argumentado que parte de una incomprensión de lo que la ley establece que son las actividades complementarias y que, por lo tanto, es ilegal. También se ha contestado a esta medida, desde la perspectiva de la profesionalidad de las y los docentes, argumentando que vulnera la libertad de cátedra y pone en cuestión al profesorado acusándolo de modo infundado de adoctrinar al alumnado. Otra línea de argumentación es la que parte de la perspectiva de los derechos de la infancia aduciendo que el hecho de que a alguien le toque nacer en una familia homófoba, machista, clasista o racista no debería privarle del derecho a ser educado en los valores constitucionales.
Siendo todos estos argumentos correctos, cuando abordamos la cuestión, parece quedarnos la sensación de que argumentar contra una idea tan descabellada es una actividad tan inútil como argumentar contra la idea de que la Tierra es plana. El veto parental no se sostiene, se caerá por su propio peso, será anulado por los tribunales de justicia, impugnado por la razón pública y rechazado mayoritariamente por la sociedad.
Esta sensación de estar boxeando contra un hombre de paja ha hecho que entre cierta izquierda se extienda la idea de que el veto parental es una cortina de humo para tapar la situación de indigencia material en la que se encuentra la escuela pública. Sin duda, esta idea explicaría cabalmente esa sensación si fuésemos capaces de responder a la cuestión de por qué ahora se hace necesario esconder el deterioro de la educación pública. Sin embargo, durante los últimos 10 años hemos asistido a un recorte salvaje de las plantillas de profesorado de la pública, a un grave deterioro de sus condiciones de trabajo y a un trasvase paulatino de recursos hacia la enseñanza privada-concertada. Nada de esto ha ocurrido de manera velada, sino bajo el foco de la opinión pública y con el altavoz de las movilizaciones de la comunidad educativa que, durante los años más duros de los recortes, fueron lo suficientemente masivas como para que a nadie le pasase desapercibido que algo grave estaba pasando con la educación pública. Ni antes, ni ahora, las administraciones públicas han necesitado ninguna cortina de humo para perpetrar un atraco a mano armada a la escuela pública. Ni parece tampoco que, una vez que los recortes se han convertido en crónicos, sea necesario acudir a ningún espectáculo circense para ocultarlos.
Siempre he pensado que, antes de desechar las ideas de los adversarios ideológicos como ocurrencias disparatadas o meros elementos del circo mediático, debemos analizarlas seriamente para ver contra qué están dirigidas y qué modelo social aspiran a construir. Tomémonos en serio el veto parental ¿Por qué la extrema derecha hace bandera de esta idea? ¿Realmente es tan importante para ellos que sus hijos no se vean expuestos a determinados contenidos? No creo que pensar que esta idea es únicamente fruto de un puñado de ultras, preocupados porque en la escuela se enseñen contenidos relativos al respeto a la diversidad afectivo-sexual, sea una forma correcta de abordar la cuestión. Para comprender adecuadamente lo que está en juego es necesario enmarcar el veto parental en la ofensiva ideológica que, desde hace años, está dirigiendo la derecha contra la idea de que el derecho a la educación debe ser garantizado por los poderes públicos mediante una escuela pública, de calidad, inclusiva y democrática.
En un anterior artículo de este blog (Sobre la libre elección de centro educativo) argumenté que la idea de libre elección de centro educativo, bajo la apariencia incontestable del derecho a la libertad de elección, consistía en retorcer el concepto de libertad aplicándolo a ámbitos en los que no tiene cabida para dinamitar la escuela pública. Con el veto parental estamos ante un episodio más de esa misma estrategia. Libertad de elección y neutralidad ideológica del Estado son principios de las tradiciones políticas del liberalismo y el republicanismo que están recogidos en todas las constituciones que aspiran a construir Estados democráticos y de derecho. Por ello, gozan de una apariencia incontestable y, precisamente por eso, la derecha los retuerce hasta sacarlos de su quicio y utilizarlos así como torpedos ideológicos dirigidos a la línea de flotación de la escuela pública y democrática.
Conviene recordar que la sospecha que la derecha arroja sobre la neutralidad ideológica y moral de la escuela no es algo nuevo. Hay una línea de continuidad entre el veto parental y la campaña de objeción de conciencia a la asignatura Educación para la Ciudadanía llevada a cabo durante el curso escolar 2008/2009. Aquella fue una campaña mucho más ambiciosa por estar dirigida a toda una materia y, por ello, destinada al fracaso. Pasado el primer curso, los pocos progenitores que se sumaron a la objeción comprobaron la poca utilidad de dejar a sus hijas e hijos con una materia suspensa y no se volvió a hablar del asunto. Sin embargo, aunque la campaña de objeción en sí misma fuese un fracaso, sí que fue un éxito desde la perspectiva de plantar la semilla de una idea a la que la derecha le está sacando y le va a sacar mucho partido: en la escuela se adoctrina.
Como decía más arriba, la derecha está utilizando de un modo tramposo el incontestable principio de neutralidad del Estado para fines que nada tienen que ver con la defensa del Estado de derecho y la democracia. Nadie podría poner en tela de juicio que la escuela, como cualquier otra institución del Estado, debe ser neutral con respecto a las creencias morales, religiosas o políticas de la gente. La escuela no tiene nada que decir a las futuras ciudadanas y ciudadanos sobre su moral privada. En este sentido, no puede ni debe pronunciarse sobre el valor de hacer un seguimiento estricto del Ramadán, sobre si el Primero de Mayo es mejor manifestarse con una bandera roja que aperitivear en la playa o sobre si masturbarse en Viernes Santo es más o menos pecaminoso que el resto del año.
Sin embargo, las campañas contra el adoctrinamiento lanzadas por la derecha no van orientadas contra estas intolerables intromisiones del Estado en la moral privada, sino contra cosas en las que un Estado democrático no puede ni debe ser neutral. La asignatura, liquidada por la LOMCE, de Educación para la ciudadanía no contenía en su currículo nada relativo a las morales privadas, sino únicamente a los principios y valores que fundamentan un Estado democrático y de derecho. Del mismo modo, la campaña del “Pin parental” parece ir dirigida fundamentalmente contra charlas dirigidas a concienciar al alumnado en la importancia de respetar la diversidad de formas en las que las personas pueden vivir su sexualidad. Utilizar la retórica del adoctrinamiento para atacar estas cosas es, como decía más arriba, sacar de su quicio el principio de neutralidad ideológica para intentar socavar las funciones sociales de la escuela pública y poner en peligro la democracia misma.
Un Estado democrático no puede ser neutral con respecto a los principios que lo hacen posible. Una democracia saludable no puede ser únicamente un conjunto de procedimientos formales de deliberación pública, sino que debe estar constituida por una ciudadanía que cree en la democracia y participa activamente en ella. Dicho de un modo más sencillo: no hay democracia sin demócratas. La fragilidad de la democracia radica en el hecho de que las instituciones democráticas son tan fuertes como la ciudadanía que las sostiene. Cuando una sociedad deja de creer en los principios que fundamentan el Estado democrático de derecho, cuando la gente percibe la política como un juego de poder ajeno a sus intereses, la legitimidad de las instituciones se erosiona gravemente y se abona el terreno para el crecimiento de los fascismos. Por lo tanto, el Estado tiene el deber de educar en el valor de la democracia y formar a las futuras generaciones en el ejercicio de una ciudadanía activa y responsable.
No es de extrañar que la tradición teórica del republicanismo haya dado tanta importancia al papel de la educación pública. La democracia no puede pervivir sin una escuela que acoja la diversidad, garantice la igualdad de oportunidades y aspire a crear una ciudadanía formada, responsable y comprometida con el interés general y la defensa de la democracia. No se trata de cargar a la escuela con una responsabilidad social excesiva, sino atribuirle las funciones que debe cumplir en una sociedad democrática. Está claro que la escuela, por sí misma, en ausencia de fuertes políticas redistribuidoras de la riqueza que garanticen los mínimos materiales para un acceso universal a la ciudadanía, no puede atajar el problema de legitimidad que aqueja a las democracias liberales.
Con todo, volviendo al hilo conductor de este artículo, creo que queda claro que la preocupación de la derecha por la neutralidad de la escuela es una impostura. Es un hecho que nuestro sistema educativo no es neutral en aquellas cosas en las que sí debería serlo. La pervivencia de la asignatura de Religión y la existencia de centros sufragados con fondos públicos con un ideario religioso hacen imposible esta neutralidad. El cinismo de la ultraderecha en este asunto es antológico: llamar adoctrinamiento a la enseñanza de valores democráticos mientras, en los centros privados concertados, se adoctrina diariamente en las versiones más rancias de la moral católica.
El empleo que hace la derecha de los conceptos de libertad de elección de centro y neutralidad ideológica es la punta de lanza de la demolición ideológica de la escuela pública y sus funciones sociales. La batalla ideológica lleva en marcha muchos años y aún tiene un largo recorrido. Cincuenta años de contrarrevolución neoliberal, acelerada por la crisis de 2008, han menguado los recursos de la escuela pública hasta conducirla a una situación de indigencia. Ello ha ido acompañado de una ofensiva ideológica feroz y la derecha está ganando la partida. A base de repetir la cantinela de la libertad de elección, ya han conseguido dinamitar el carácter inclusivo de nuestro sistema educativo convenciendo a un amplio sector de la sociedad de que deben existir centros educativos mejores y peores entre los que los progenitores puedan elegir. Se trata de una idea tan contraria al derecho universal a la educación, como algo que debe ser garantizado en condiciones de igualdad, que asombra lo rápido que ha sido asumida por la sociedad.
En este sentido, el discurso de la derecha ya ha mostrado su efectividad y no nos debería extrañar que, en unos años, a base de repetir el mantra del adoctrinamiento, la sociedad asuma como natural la idea de que la formación democrática del alumnado es una función que no corresponde a la escuela. No lo sabemos, puede ser que el discurso de la neutralidad ideológica no acabe teniendo tanto predicamento como el de la libertad de elección, pero sí sabemos que la derecha está dando la batalla y el modelo al que apuntan es claro: una escuela pública de baja calidad para la clase trabajadora cuya única función social sea la de garantizar la reproducción del metabolismo del capital.
Mientras tanto, la izquierda sigue instalada en su palacio de superioridad moral, en una oposición política más basada en el meme y el chascarrillo que en la confrontación ideológica, en el desprecio intelectual del oponente y en una actitud clasista que culpa del triunfo de la derecha a la ignorancia de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Así no podemos ganar.
‘El veto parental y la demolición ideológica de la escuela pública’ de Jorge A. Castillo Alonso en garabatosalmargen.wordpress.com está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported License.