El veto parental y la demolición ideológica de la escuela pública

Desde que la extrema derecha comenzó su ofensiva para instaurar lo que han venido en llamar “Pin Parental”, se han esgrimido muchos argumentos en su contra. Se ha argumentado que parte de una incomprensión de lo que la ley establece que son las actividades complementarias y que, por lo tanto,  es ilegal. También se ha contestado a esta medida, desde la perspectiva de la profesionalidad de las y los docentes, argumentando que vulnera la libertad de cátedra y pone en cuestión al profesorado acusándolo de modo infundado de adoctrinar al alumnado. Otra línea de argumentación es la que parte de la perspectiva de los derechos de la infancia aduciendo que el hecho de que a alguien le toque nacer en una familia homófoba, machista, clasista o racista no debería privarle del derecho a ser educado en los valores constitucionales.

Siendo todos estos argumentos correctos, cuando abordamos la cuestión, parece quedarnos la sensación de que argumentar contra una idea tan descabellada es una actividad tan inútil como argumentar contra la idea de que la Tierra es plana. El veto parental no se sostiene, se caerá por su propio peso, será anulado por los tribunales de justicia, impugnado por la razón pública y rechazado mayoritariamente por la sociedad.

Esta sensación de estar boxeando contra un hombre de paja ha hecho que entre cierta izquierda se extienda la idea de que el veto parental es una cortina de humo para tapar la situación de indigencia material en la que se encuentra la escuela pública. Sin duda, esta idea explicaría cabalmente esa sensación si fuésemos capaces de responder a la cuestión de por qué ahora se hace necesario esconder el deterioro de la educación pública. Sin embargo, durante los últimos 10 años hemos asistido a un recorte salvaje de las plantillas de profesorado de la pública,  a un grave deterioro de sus condiciones de trabajo y a un trasvase paulatino de recursos hacia la enseñanza privada-concertada. Nada de esto ha ocurrido de manera velada, sino bajo el foco de la opinión pública y con el altavoz de las movilizaciones de la comunidad educativa que, durante los años más duros de los recortes, fueron lo suficientemente masivas como para que a nadie le pasase desapercibido que algo grave estaba pasando con la educación pública. Ni antes, ni ahora, las administraciones públicas han necesitado ninguna cortina de humo para perpetrar un atraco a mano armada a la escuela pública. Ni parece tampoco que, una vez que los recortes se han convertido en crónicos, sea necesario acudir a ningún espectáculo circense para ocultarlos.

Siempre he pensado que, antes de desechar las ideas de los adversarios ideológicos como ocurrencias disparatadas o meros elementos del circo mediático, debemos analizarlas seriamente para ver contra qué están dirigidas y qué modelo social aspiran a construir. Tomémonos en serio el veto parental ¿Por qué la extrema derecha hace bandera de esta idea? ¿Realmente es tan importante para ellos que sus hijos no se vean expuestos a determinados contenidos? No creo que pensar que esta idea es únicamente fruto de un puñado de ultras, preocupados porque en la escuela se enseñen contenidos relativos al respeto a la diversidad afectivo-sexual, sea una forma correcta de abordar la cuestión. Para comprender adecuadamente lo que está en juego es necesario enmarcar el veto parental en la ofensiva ideológica que, desde hace años, está dirigiendo la derecha contra la idea de que el derecho a la educación debe ser garantizado por los poderes públicos mediante una escuela pública, de calidad, inclusiva y democrática.

En un anterior artículo de este blog (Sobre la libre elección de centro educativo) argumenté que la idea de libre elección de centro educativo, bajo la apariencia incontestable del derecho a la libertad de elección,  consistía en retorcer el concepto de libertad aplicándolo a ámbitos en los que no tiene cabida para dinamitar la escuela pública. Con el veto parental estamos ante un episodio más de esa misma estrategia. Libertad de elección y neutralidad ideológica del Estado son principios de las tradiciones políticas del liberalismo y el republicanismo que están recogidos en todas las constituciones que aspiran a construir Estados democráticos y de derecho. Por ello, gozan de una apariencia incontestable y, precisamente por eso, la derecha los retuerce hasta sacarlos de su quicio y utilizarlos así como torpedos ideológicos dirigidos a la línea de flotación de la escuela pública y democrática.

Conviene recordar que la sospecha que la derecha arroja sobre la neutralidad ideológica y moral de la escuela no es algo nuevo. Hay una línea de continuidad entre el veto parental y la campaña de objeción de conciencia a la asignatura Educación para la Ciudadanía llevada a cabo durante el curso escolar 2008/2009. Aquella fue una campaña mucho más ambiciosa por estar dirigida a toda una materia y, por ello, destinada al fracaso. Pasado el primer curso, los pocos progenitores que se sumaron a la objeción comprobaron la poca utilidad de dejar a sus hijas e hijos con una materia suspensa y no se volvió a hablar del asunto. Sin embargo, aunque la campaña de objeción en sí misma fuese un fracaso, sí que fue un éxito desde la perspectiva de plantar la semilla de una idea a la que la derecha le está sacando y le va a sacar mucho partido: en la escuela se adoctrina.

Como decía más arriba, la derecha está utilizando de un modo tramposo el incontestable principio de neutralidad del Estado para fines que nada tienen que ver con la defensa del Estado de derecho y la democracia. Nadie podría poner en tela de juicio que la escuela, como cualquier otra institución del Estado, debe ser neutral con respecto a las creencias morales, religiosas o políticas de la gente. La escuela no tiene nada que decir a las futuras ciudadanas y ciudadanos sobre su moral privada. En este sentido, no puede ni debe pronunciarse sobre el valor de hacer un seguimiento estricto del Ramadán, sobre si el Primero de Mayo es mejor manifestarse con una bandera roja que aperitivear en la playa o sobre si masturbarse en Viernes Santo es más o menos pecaminoso que el resto del año.

Sin embargo, las campañas contra el adoctrinamiento lanzadas por la derecha no van orientadas contra estas intolerables intromisiones del Estado en la moral privada, sino contra cosas en las que un Estado democrático no puede ni debe ser neutral. La asignatura, liquidada por la LOMCE, de Educación para la ciudadanía no contenía en su currículo nada relativo a las morales privadas, sino únicamente a los principios y valores que fundamentan un Estado democrático y de derecho. Del mismo modo, la campaña del “Pin parental” parece ir dirigida fundamentalmente contra charlas dirigidas a concienciar al alumnado en la importancia de respetar la diversidad de formas en las que las personas pueden vivir su sexualidad. Utilizar la retórica del adoctrinamiento para atacar estas cosas es, como decía más arriba, sacar de su quicio el principio de neutralidad ideológica para intentar socavar las funciones sociales de la escuela pública y poner en peligro la democracia misma.

Un Estado democrático no puede ser neutral con respecto a los principios que lo hacen posible. Una democracia saludable no puede ser únicamente un conjunto de procedimientos formales de deliberación pública, sino que debe estar constituida por una ciudadanía que cree en la democracia y participa activamente en ella. Dicho de un modo más sencillo: no hay democracia sin demócratas. La fragilidad de la democracia radica en el hecho de que las instituciones democráticas son tan fuertes como la ciudadanía que las sostiene. Cuando una sociedad deja de creer en los principios  que fundamentan el Estado democrático  de derecho, cuando la gente percibe la política como un juego de poder ajeno a sus intereses, la legitimidad de las instituciones se erosiona gravemente y se abona el terreno para el crecimiento de los fascismos. Por lo tanto, el Estado tiene el deber de educar en el valor de la democracia y formar a las futuras generaciones en el ejercicio de una ciudadanía activa y responsable.

No es de extrañar que la tradición teórica del republicanismo haya dado tanta importancia al papel de la educación pública. La democracia no puede pervivir sin una escuela que acoja la diversidad, garantice la igualdad de oportunidades y aspire a crear una ciudadanía formada, responsable y comprometida con el interés general y la defensa de la democracia. No se trata de cargar a la escuela con una responsabilidad social excesiva, sino atribuirle las funciones que debe cumplir en una sociedad democrática. Está claro que la escuela, por sí misma, en ausencia de fuertes políticas redistribuidoras de la riqueza que garanticen los mínimos materiales para un acceso universal a la ciudadanía, no puede atajar el problema de legitimidad que aqueja a las democracias liberales.

Con todo, volviendo al hilo conductor de este artículo, creo que queda claro que la preocupación de la derecha por la neutralidad de la escuela es una impostura. Es un hecho que nuestro sistema educativo no es neutral en aquellas cosas en las que sí debería serlo. La pervivencia de la asignatura de Religión y la existencia de centros sufragados con fondos públicos con un ideario religioso hacen imposible esta neutralidad. El cinismo de la ultraderecha en este asunto es antológico: llamar adoctrinamiento a la enseñanza de valores democráticos mientras, en los centros privados concertados, se adoctrina diariamente en las versiones más rancias de la moral católica.

El empleo que hace la derecha de los conceptos de libertad de elección de centro y neutralidad ideológica es la punta de lanza de la demolición ideológica de la escuela pública y sus funciones sociales. La batalla ideológica lleva en marcha muchos años y aún tiene un largo recorrido. Cincuenta años de contrarrevolución neoliberal, acelerada por la crisis de 2008, han menguado los recursos de la escuela pública hasta conducirla a una situación de indigencia. Ello ha ido acompañado de una ofensiva ideológica feroz y la derecha está ganando la partida. A base de repetir la cantinela de la libertad de elección, ya han conseguido dinamitar el carácter inclusivo de nuestro sistema educativo convenciendo a un amplio sector de la sociedad de que deben existir centros educativos mejores y peores entre los que los progenitores puedan elegir. Se trata de una idea tan contraria al derecho universal a la educación, como algo que debe ser garantizado en condiciones de igualdad, que asombra lo rápido que ha sido asumida por la sociedad.

En este sentido, el discurso de la derecha ya ha mostrado su efectividad y no nos debería extrañar que, en unos años, a base de repetir el mantra del adoctrinamiento, la sociedad asuma como natural la idea de que la formación democrática del alumnado es una función que no corresponde a la escuela. No lo sabemos, puede ser que el discurso de la neutralidad ideológica no acabe teniendo tanto predicamento como el de la libertad de elección, pero sí sabemos que la derecha está dando la batalla y el modelo al que apuntan es claro: una escuela pública de baja calidad para la clase trabajadora cuya única función social sea la de garantizar la reproducción del metabolismo del capital.

Mientras tanto, la izquierda sigue instalada en su palacio de superioridad moral, en una oposición política más basada en el meme y el chascarrillo que en la confrontación ideológica, en el desprecio intelectual del oponente y en una actitud clasista que culpa del triunfo de la derecha a la ignorancia de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Así no podemos ganar.

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‘El veto parental y la demolición ideológica de la escuela pública’ de Jorge A. Castillo Alonso en garabatosalmargen.wordpress.com está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported License.

Sobre la libre elección de centro educativo

Mucho se ha escrito sobre cómo la derecha ha disfrazado con los ropajes de la libertad de elección una idea tan antisocial como la privatización de la gestión de la enseñanza pública. Con la habilidad que les caracteriza, entre el malabarismo y la prestidigitación conceptual, hace un tiempo que empezaron a usar y a abusar continuamente del concepto “centro sostenido con fondos públicos”, utilizándolo como equivalente a centro público. Con ello se pretende introducir una falsa unidad en una dualidad sangrante que atraviesa nuestro sistema educativo: hay, por un lado, centros públicos sostenidos con fondos públicos y, por otro, centros privados sostenidos con fondos públicos. Claro que dicho así suena mucho peor, la idea de “negocio sostenido con fondos públicos” es maloliente por sí misma y para tapar este hedor disfrazan todo el cotarro con la consabida libertad de elección: los padres tienen que tener derecho a elegir la educación de sus hijos, faltaría más.

Como he dicho, ya se ha escrito y dicho mucho sobre lo que se pretende ocultar detrás de la libertad de elección: segregación socioeconómica, adoctrinamiento religioso, clasismo, falta de transparencia en la selección del profesorado y mamandurrias diversas como la compraventa de plazas. Cuando surge el debate sobre la educación concertada, lo usual es que sus defensores enarbolen la libertad de elección mientras que sus detractores intenten mostrar que tras el discurso de la libertad de elección se esconden cosas mucho más feas. Rara vez se ataca la idea misma de libre elección de centro y creo que se merece, por lo menos, un análisis más detallado.

En principio parece una de esas ideas incontestables, no parece cabal que alguien se manifieste en contra de la libertad de elección. Elegir es bueno, la libertad es buena, luego la libertad de elección debe ser la repanocha. Ese carácter incontestable de la libre elección de centro suele justificarse a partir de dos argumentaciones distintas. La primera es la que defiende que la libertad de elección, y la sana competencia entre centros educativos que se deriva de ella, redundan en una mayor calidad de la oferta educativa. La segunda, en cambio, se centra en el derecho de los padres a elegir las convicciones o creencias morales, religiosas o ideológicas en las que quieren que sus hijos sean adoctrinados. Mientras que la primera línea de argumentación suele ser defendida por think tanks y fundaciones que quieren dar la batalla ideológica a favor de la privatización de los servicios públicos, la segunda suele ser defendida por padres que esconden su clasismo detrás de la preocupación moral por lo que se enseña a sus hijos. En cualquier caso, puesto que no se trata de criticar a quienes defienden estas ideas, sino de analizar la idea de libertad de elección, vamos a analizar y valorar esas dos argumentaciones por separado.

La libre elección de centro mejora la calidad del sistema educativo

Esta argumentación se basa en concebir el sistema educativo como un sistema de mercado. En ese sentido, la libertad de elección llevaría implícito uno de esos círculos virtuosos del mercado que mejora la calidad de la oferta: como la gente siempre va a elegir el mejor producto, todos intentarán mejorar la calidad de lo que ofrecen, los productos de baja calidad acabarán mejorando o desapareciendo y, finalmente, la calidad general de la oferta mejorará. Conclusión: la libre elección de centro educativo mejora la calidad de la educación.

El punto de partida de esta argumentación consiste en establecer un símil entre el sistema educativo y el mercado que es, cuando menos, dudoso. En principio, incluso aunque concedamos que el libre mercado tiene efectos beneficiosos sobre la calidad de los productos ofertados, dicha analogía no tiene por qué funcionar en el ámbito educativo por la sencilla razón de que la educación no es una mercancía. La idea de que el mecanismo del mercado mejora por sí mismo la calidad de los productos parte del supuesto de una oferta diversa de mercancías de distinta calidad. Si eso no ocurre, no hay efectos beneficiosos del mercado que valgan. Ahora bien ¿tiene sentido diseñar el sistema educativo como un mercado? Dicho más concretamente ¿tiene sentido concebir el sistema educativo como un conjunto de centros educativos que compiten entre sí ofreciendo servicios educativos de distinta calidad? Si concebimos la educación como un derecho que debe ser garantizado por los poderes públicos, la respuesta es no.

Veamos por qué. El derecho a la educación se fundamenta sobre la el ideal de igualdad de oportunidades. Si la educación es un derecho, no es debido a la función de reproducción social que efectivamente cumple, sino a la aspiración ideal a construir una sociedad basada en principios meritocráticos en la que las condiciones de partida de las personas no determinen su destino. Si esto es así, si admitimos que el reconocimiento del derecho a la educación tiene por finalidad la igualdad de oportunidades, entonces no tiene ningún sentido que los centros educativos compitan entre sí para que sus potenciales usuarios elijan los que ofrezcan un servicio de mayor calidad. Si la educación es un derecho, entonces debe ser garantizado para todos por igual y en las mismas condiciones para todos. En este sentido, una sociedad comprometida con el derecho a la educación como eje de la igualdad de oportunidades debe aspirar en la medida de lo posible a que todos los centros educativos den una educación de la máxima calidad. Por ello, la misión del Estado como garante del derecho a la educación no debe ser garantizar la libre elección de centro, sino convertir esa libertad de elección en irrelevante. Si hay una red pública en la que todos los centros ofrecen una educación de la máxima calidad, entonces no hay ninguna razón para preferir un centro a otro y la libertad de elección se convierte en una libertad superflua.

Se me dirá que es iluso pensar que eso es posible. De hecho, como docente que ha recorrido muchos centros educativos de lugares muy distintos, tengo claro que la diferencia entre la calidad de la educación que se ofrece entre unos centros y otros, sin llegar a ser abismal, puede llegar a ser ostensible. El principal factor diferencial suele ser el entorno cultural y socioeconómico en el que está el centro, no es lo mismo un centro de una zona rural, de un suburbio golpeado por la desindustrialización o del centro gentrificado de una capital. Sin embargo, la distancia entre el ideal y la realidad no invalida el ideal: si creemos que la educación es un derecho al servicio de la igualdad de oportunidades, tenemos que comprometernos con la aspiración a que la calidad educativa sea óptima en todos los centros. Si ello implica invertir muchos más recursos en zonas deprimidas económicamente o con un nivel cultural más bajo, no hay ningún problema, es algo que los defensores de la escuela pública llevamos manteniendo desde siempre.

En resumen, la idea de que la libertad de elección mejora la calidad de la educación se asienta en una concepción de la educación que es incompatible con la idea de que la educación es un derecho que debe proveerse a todos por igual.

Los padres deben poder elegir la educación moral y religiosa de sus hijos

La otra argumentación mediante la que se defiende la libertad de elección en educación está basada en el derecho de los padres a elegir la educación religiosa y moral de sus hijos. Otra idea de apariencia incontestable. ¡Faltaría más! Imaginense que yo quisiese educar a mis hijos en el ateísmo, el materialismo y el hedonismo y, al mismo tiempo, se me obligase a matricularlos en un centro educativo de ideario católico. Un caso como este constituiría una aberración, un abuso, una intromisión intolerable en el derecho de las personas a elegir su propia concepción del bien y a tener las creencias religiosas que consideren y, en definitiva, una violación del sacrosanto principio liberal de neutralidad estatal con respecto a la moral privada de los ciudadanos.

El problema de esta línea de argumentación no está en la defensa de la neutralidad estatal que, con matices, podríamos llegar todos a compartir, sino en la conclusión a la que llegan los defensores de la libre elección de centro educativo. Que yo tenga derecho a educar a mis hijos en una concepción de la vida humana atea, materialista y hedonista, no implica en ningún momento que tenga derecho a que el Estado garantice que yo pueda matricular a mis hijos en un centro de ideario ateo, materialista y hedonista.

Más aún, cualquier defensa coherente de la neutralidad del Estado con respecto a la moral privada y a las creencias religiosas, debería llevar aparejada la negativa a que se empleen recursos públicos para enseñar esas cosas en las escuelas. Si creemos que nadie, ni el Estado, debe poder entrometerse en la educación moral y religiosa de nuestros hijos, lo cabal y coherente es que pensemos que los “centros sostenidos con fondos públicos” no deban tener ningún ideario concreto.

En conclusión, y con ello volvemos a lo que decíamos al principio, la libertad de elección no es sólo un eslogan sin mucho fuste que emplean los defensores de los conciertos educativos para ocultar sus verdaderos fines. No es únicamente una forma de ocultar que defienden hacer de la educación pública un negocio privado y convertirla en un sistema educativo segregador, clasista y racista en el que los hijos las familias de clase media no tengan que convivir en las aulas con pobres, moros y gitanos. La libertad de elección es algo más, constituye una concepción sustantiva de cómo debe ser el sistema educativo que es contraria a esa “escuela pública de tod@s para tod@s” que venimos defendiendo. En cuanto escarbamos un poco bajo el concepto mismo de libertad de elección, y las argumentaciones que se utilizan para defenderlo, nos encontramos con una visión de la educación contraria a la concepción de la educación como un derecho universal y opuesta al modo correcto de entender la laicidad y la neutralidad del Estado. La libertad de elección no es una máscara para ocultar al monstruo, sino que es el monstruo mismo.

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Los grandes discursos y las cosas concretas

Sans l’espérance, sans l’hypothèse qu’un autre monde est possible, il n’y a pas de politique, il n’y a que la gestion administrative des hommes et des choses.” (Geneviève Decrop)

Cuando se acercan citas electorales y el trabajo político comienza a confundirse con el de recoger votos, tiende a aflorar una idea que retorna con todas las elecciones como si de un ciclo natural se tratase: hay que evitar los “grandes discursos” porque la gente sólo quiere que se le hable de “cosas concretas”. Se arguye que los discursos excesivamente ideologizados ahuyentan a los votantes. El votante, ese ente indeterminado incapaz de entender abstracciones complejas, sólo quiere que le hablemos de qué mejoras concretas van a ocurrir en su vida si ganamos las elecciones.

“Cosas concretas” es el mantra que se repite en partidos políticos y sindicatos cuando se acercan sus respectivos procesos electorales. Es una idea transversal que nos encontramos en partidos de todo el espectro ideológico, incluso en las formaciones de izquierda. Sin embargo, se trata de una idea profundamente conservadora y reaccionaria. Vamos a mostrar por qué.

En primer lugar, se trata de una idea que lleva implícita la aceptación de la concepción liberal de la democracia. Frente a la visión republicana de la democracia que pone al ciudadano y su participación activa en el centro del universo político, las teoría liberales de la democracia tienden a desconfiar de la capacidad de los ciudadanos para participar en la política. Las masas no están capacitadas para entender los entresijos de la política aunque, paradójicamente, sí que están capacitadas para elegir a los mejores gestores de sus intereses. Es lo que se conoce como Teoría Económica de la Democracia y que asimila el funcionamiento de la democracia al del mercado. Según esta concepción, los partidos compiten entre sí por ofrecer la mejor oferta a unos ciudadanos que sólo votan en función de sus intereses concretos e inmediatos. De algún modo, tal vez mediante el concurso de una mano invisible, se agregan los intereses particulares y egoístas de los votantes y el partido que gana las elecciones está en condiciones de representar el “interés general”. No es necesario que el votante comprenda las complejidades de la gestión pública, ni que vote movido por ideales políticos o por responsabilidad cívica. Basta con que los votantes, desde una posición puramente egoísta, elijan la oferta de cosas concretas que mejor se ajuste a sus intereses. Esta concepción liberal de la democracia se compadece muy bien con la idea de que la ciudadanía no necesita, o no es capaz de entender, grandes discursos y que, por ello, sólo hay que ofrecerle cosas concretas.

En segundo lugar, esta idea está implícita en el discurso neoliberal sobre el fin de la política. Ésta, entendida como la confrontación entre ideologías, es cosa del pasado, de una época inmadura de la humanidad. Una vez que la ciencia económica ha demostrado que el capitalismo es el estado natural del ser humano, no queda espacio para los grandes discursos que plantean una alternativa al sistema. La política debe ceder el espacio a la gestión y a la administración. El sistema, por sí mismo, es capaz de satisfacer los intereses y demandas de la ciudadanía que sólo debe preocuparse de elegir a unos buenos gestores que administren las cosas concretas. La condena que hace el neoliberalismo de todo discurso ideologizado no es otra cosa que la prohibición de plantear discursos que impugnen el sistema como un todo, que planteen alternativas globales al sistema. Mientras permanezcamos atados al lenguaje de las cosas concretas, los intereses concretos y las demandas concretas, no es posible plantear que otro mundo es posible. Lo único que queda es la administración de las cosas y las personas. La proclamada muerte de las ideologías, de los grandes discursos, no es otra cosa que la sustitución de la política por la gestión de las cosas concretas.

Cuando la izquierda se pliega a la praxis política de esconder los discursos emancipadores que la caracterizan y hablar sólo de cosas concretas, no sólo está dando validez a la democracia liberal y al dogma neoliberal de la muerte de las ideologías, sino que está jugando en un tablero de juego en el que no puede ganar. Lo que caracteriza a la izquierda es la creencia de que las reglas y el tablero de juego no son las adecuadas y que es necesario un cambio sistémico. Si nos limitamos a hablar de las cosas que hay en el tablero, nos resultará imposible cuestionar el tablero como un todo. Autolimitarse a discursos pequeños y particulares que sólo hablen de cosas concretas es consagrar el sistema y blindarlo contra cualquier intento de trascenderlo.

Con todo, aunque hemos mostrado que la idea de que la gente ya no quiere oír grandes discursos es profundamente conservadora y nos obliga a jugar según las reglas del enemigo, nos queda por mostrar lo más importante: es una falsedad. En la praxis política, lo concreto siempre necesita estar articulado por algún discurso para ser inteligible, para tener algún sentido. Si nos negamos a hacer manifiesto ese discurso que orienta nuestra praxis política concreta, lo único que hacemos es esconderlo, nunca eliminarlo. Lo que se nos propone entonces con esta idea es esconder nuestros discursos y nuestras señas de identidad para hablarle a las masas en el lenguaje de lo concreto. Se presume que a las masas no le interesa para nada el discurso político que articula nuestra praxis política concreta. La ciudadanía está interesada únicamente en satisfacer sus demandas concretas y resolver sus problemas particulares. Con ello estamos olvidando que el ser humano no sólo es homo œconomicus, sino que tiene poderosas necesidades simbólicas. La ciudadanía, o por lo menos el ideal republicano de ciudadanía que aspiramos a promover, no sólo tiene necesidades e intereses egoístas que resolver, sino que también quiere comprender el universo político en el que vive y necesita tener claros cuáles son los valores políticos que deben orientar su participación política.

Es cierto que cuando el sistema es capaz de satisfacer la mayoría de las necesidades y demandas de los ciudadanos, los ideales políticos que plantean una alternativa al mismo se vuelven poco atractivos para la ciudadanía. Durante los años de burbuja inmobiliaria el discurso hegemónico era incuestionable y cualquier planteamiento alternativo era una excentricidad. Durante esa época, una parte importante de la izquierda optó por la estrategia de hablar únicamente de cosas concretas y esconder los grandes discursos emancipadores. Aunque no fue una estrategia fructífera, podemos entender su sentido en el citado contexto. Sin embargo, en el contexto actual de descomposición del sistema institucional, es una estrategia inadecuada. Estamos insertos en una gran crisis de legitimidad del diseño institucional. Los movimientos sociales son la muestra de que el sistema se ha vuelto incapaz de satisfacer las demandas de la ciudadanía. La gente está más necesitada que nunca de grandes discursos que articulen esas demandas en torno a la idea de otra sociedad posible, de otro mundo posible. Vivimos una época para la política con mayúsculas, para la propuesta de alternativas globales al sistema, no para la política entendida como gestión y administración de las cosas concretas. Estamos más necesitados que nunca de grandes discursos que nos orienten ante esta crisis sistémica.

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